lunes, 15 de septiembre de 2014

Livia: La primera emperatriz de Roma




Si hubiera que citar a una mujer romana fascinante por romper los esquemas mentales de su tiempo, ésa fue, sin duda, Livia Drusila, llamada posteriormente Julia Augusta, y conocida universalmente como Livia. Sobre su figura, los historiadores romanos y griegos han dejado importantes testimonios, bajo los cuales, sin embargo, es difícil reconocer la imagen de un personaje real. Tácito y Suetonio la presentaron como una mujer intrigante y sin escrúpulos, visión que Robert Graves popularizó en su novela “Yo, Claudio”. Pero hay que tener en cuenta que la crítica de los historiadores antiguos responde a una intencionalidad política: criticar un régimen, el Principado, en el que las mujeres, por primera vez en la historia romana, eran algo más que madres, esposas y tejedoras de la lana familiar; un régimen en el que se permitían opinar, maniobrar e influir en la política, hasta entonces coto privado de los hombres.

Se hace necesario, por ello, despojar a las fuentes antiguas sobre Livia de sus prejuicios morales y de sus juicios políticos para enfrentarnos a la mujer más importante en la etapa inicial del Imperio romano, y que además constituyó el único antepasado común de todos los emperadores Julio-Claudios.



Es difícil no caer en este punto en la tentación genealogista al hablar de Livia, ya que gran parte de su papel en la historia romana consistió en asegurar la sucesión de sus propios descendientes en perjuicio de los de Augusto. El entramado de relaciones familiares, matrimonios, hijos y divorcios dentro de la llamada familia imperial fue tan denso que es complicado seguir el juego de las alianzas y las opciones de sucesión. Baste decir aquí que Augusto utilizó astutamente a las mujeres de su familia para asegurarse de que era sucedido por alguien de su propio linaje y eso sin dar la impresión de que fuera una sucesión monárquica, sino que tuviera algo de adopción por mérito.

La descendencia directa de Augusto se limitó a una hija, Julia, nacida de su primer matrimonio con Escribonia. Durante mucho tiempo, Augusto confió en que transmitiría el poder a alguno de los nietos que Julia le dio por su matrimonio con Agripa, su mano derecha. Incluso llegó a adoptar a dos de esos nietos, Cayo y Lucio. Pero ambos murieron a temprana edad y el tercero, Póstumo Agripa, cayó en desgracia ante el emperador. Livia, la segunda esposa de Augusto, que había estado en la sombra durante este proceso de búsqueda del sucesor perfecto, esgrimió entonces la valía de sus dos hijos varones, habidos de un primer matrimonio, y en particular de Tiberio. Todos sus esfuerzos se dirigieron a asegurarse de que Augusto lo adoptaba primero como hijo y lo reconocía
más tarde como su sucesor en el trono. Ello le valió entre sus contemporáneos y ante la posteridad una fama de mujer intrigante y hasta criminal que no hace entera justicia al relevante papel que desempeñó en la historia de Roma.

Pero, ¿quién era esta mujer que tan bien maniobraba en los corredores de palacio, en una Roma que estrenaba precisamente la vida cortesana tras el establecimiento del Imperio por Augusto en el año 27 a.C? Livia procedía de dos de las familias más conocidas de la República. Su padre era un Claudio Pulcro de nacimiento y un Livio Druso por adopción. Claudios y Livios habían sido protagonistas de la historia de la Roma republicana durante varios siglos. Su madre pertenecía a una familia del Lacio, mucho menos linajuda pero también rica. Del emparejamiento entre la sangre y el dinero –es decir, entre el orgullo y el pragmatismo- nacería la mujer que iba a enseñar a las siguientes generaciones de emperatrices cómo hacer política en la sombra durante los cuatrocientos años que duraría el Imperio.

Livia nació el 30 de enero del año 58 a. C. Cuando tenía 15 años se casó con Tiberio Claudio Nerón,
un pariente lejano y senador de bajo rango. En las guerras civiles que siguieron al asesinato de Julio César, tanto su padre como su marido tomaron partido por el bando “republicano”, encarnado por los Libertadores y Marco Antonio. Los dos tuvieron la misma mala fortuna. El padre se suicidó tras participar en la batalla de Filipos, mientras que el marido fue de derrota en derrota hasta que retornó con su mujer a Roma en el año 39 a. C.

Una vez en la ciudad, Livia, embarazada de su segundo hijo, comenzó una relación adúltera con el gran enemigo de su esposo: Octavio, el futuro Augusto. Aún no había cumplido los 20 años y ya se decía de ella que era la mujer más hermosa de Roma. En aquellos días revueltos, el cotilleo era, como hoy en día, una vía de escape a los problemas más graves de la sociedad; y el hecho de que el heredero de César tuviese una aventura con la mujer embarazada de un conocido antoniano constituyó un escándalo mayúsculo. Escándalo que fue a más cuando Octavio se divorció de su mujer, Escribonia, el mismo día en que ésta daba a luz a su única hija, Julia.

La intención de Octavio era casarse con Livia, aún embarazada, por lo que hubo que pedir un dictamen al colegio de pontífices sobre la legalidad de contraer matrimonio con una mujer encinta. El colegio falló a favor del gobernante, como no podía ser de otro modo, pero estableciendo que el niño no nacido debía ser reconocido como hijo legal de Tiberio Claudio Nerón, pese a la sospecha generalizada de que el verdadero padre era Octavio. El propio ex marido, en un afán de sumisión al hombre fuerte de Roma que le convirtió en el hazmerreír de toda la ciudad, asistió al banquete de “pedida de mano” de su esposa por parte de Octavio. Unos meses después, tras el nacimiento de Druso, la pareja se casó en lo que hoy llamaríamos “la boda del siglo”. De forma oportuna, el ex marido murió poco tiempo después, y desde ese momento los dos hijos del matrimonio vivieron con Livia y Octavio, a quien se nombró tutor legal de los niños.

La pareja formada por Livia y Octavio no dio que hablar nunca más durante los casi 52 años
siguientes que duró su convivencia. Hay que decir que todos los historiadores de la Antigüedad, incluido Tácito, quien era notoriamente contrario a la dinastía Julio-claudia, compusieron retratos en los que resaltaban la vida virtuosa de Livia después de su matrimonio con Augusto. Relatando su muerte en el año 29 d.C, Tácito caracterizó a Livia de este modo: “De una moralidad a la manera antigua, amable incluso más allá de lo que se consideraba propio en las mujeres de antaño, madre dominante, esposa complaciente, bien acomodada tanto a las artes de su marido como a la simulación de su hijo”. Aunque tampoco faltan en este retrato fúnebre de Tácito algunas críticas encubiertas sobre la vida familiar de Livia, contiene la frase que a toda romana le gustaría oír sobre sí misma en algún momento de su vida: “De una moralidad a la manera antigua”. Como lo fue, en el siglo II a. C., Cornelia, la madre de los Gracos, modelo supremo de matrona romana.

Por entonces se estaba resquebrajando el régimen del triunvirato, formado desde 43 a. C. por Octavio, Marco Antonio y Lépido para repartirse las zonas de influencia del naciente Imperio romano. Asentado en Roma, Octavio fomentó la visión de una ciudad virtuosa y conservadora que contrastase con la vida cortesana y disoluta que llevaba su colega Marco Antonio en Alejandría. En esa imagen contrapuesta de la virtud romana y el vicio alejandrino, las mujeres debían jugar su papel. Por ello, a la voluptuosa Cleopatra había que contraponer la virtud de la mujer romana. De esto proviene que toda la política de Octavio estuviera encaminada a hacer de Livia –y de su hermana Octavia, a la que su marido Marco Antonio dejó en Roma poco después de su matrimonio para volver a Egipto con Cleopatra- mujeres romanas “a la antigua”, encarnación de las virtudes de las matronas y de los privilegios de las vestales.

Por ello, en el año 35 a. C., Octavia y Livia fueron declaradas tribunicae sanctissimae, es decir, poco
menos que santas en vida, con el respaldo del poder del Estado. No se les podía infligir ningún daño, ni siquiera un desaire, bajo pena de ser acusados de ataque al Estado. Este honor, del que posteriormente disfrutarían muchos emperadores, tan solo fue dispensado a estas dos mujeres en toda la historia de Roma. Con ello no sólo se pretendía proteger a Octavia de un divorcio o del adulterio de su marido Antonio, y dar así un pretexto a Octavio para la guerra contra Egipto. También se buscaba contraponer la virtud de la mujer de un triunviro, Livia, al vicio y la degeneración de la amante de otro triunviro, Cleopatra. Y, de paso, santificar a todas las mujeres de Roma frente a las de Alejandría. Sólo así se entiende que se incluyera a Livia en el honor y no sólo a Octavia.

Junto con esto, el ser tribunica sanctissima daba a ambas mujeres el derecho de disponer libremente, sin tutor legal, de sus riquezas y propiedades. Hay que recordar que en la Roma de la época las mujeres no podían vender propiedades ni comprarlas, ni manejar sus propios caudales sin la supervisión de un hombre o tutor legal (padre, hermano, marido o incluso hijo). Este privilegio haría de Livia una de las mujeres más ricas del Imperio, con sus propiedades en varias provincias y con un patrimonio personal a su muerte, según algunos historiadores, de por lo menos 68 millones de sestercios, una cantidad enrome sin consideramos que el sueldo de un legionario no llegaba a 300 sestercios anuales. Además de estas concesiones insólitas, las llamadas leyes Julias, en 18 a. C. y 9 d.C., garantizaron a Livia la exención de cualquier tutela masculina. Estas leyes hicieron de ella poco menos que “un hombre” a efectos legales.

El matrimonio de Livia con Octavio, llamado Augusto ya desde el año 27 a. C., fue, si hemos de creer a las fuentes, más que feliz: Livia se convirtió en la auténtica alter ego del emperador. Con él discutía asuntos de Estado, fundamentalmente relativos a la política interior del Imperio, y gracias a su influencia muchos de sus amigos y parientes obtuvieron puestos de responsabilidad gubernamental.

Livia, además, era quien manejaba los hilos de la política familiar de la dinastía, concertando
matrimonios o, si era necesario, divorcios. A sus órdenes se debieron algunas ejecuciones y asesinatos que sirvieron para despejar el frondoso árbol de los Julios y los Claudios, dejando ver con más claridad a su favorito en la sucesión: su hijo Tiberio. Las fuentes reconocen como segura su mano en la muerte de Póstumo (nieto de Augusto, quinto hijo de Julia y Marco Agripa, ejecutado a los 26 años en la isla de Planasia, donde se hallaba confinado, justo después de la muerte de Augusto y cumpliendo una orden póstuma de éste. Se acusó a Livia de haber fabricado la orden, ocultando que Augusto y Póstumo se habían reconciliado), y, quizá, en la de Marcelo (yerno de Augusto, hijo de Octavia, la hermana de Augusto, fue el primer marido de la hija de éste. Murió a los 20 años de una enfermedad súbita, quizá una epidemia. Las sospechas recayeron en Livia, acusada de haber provocado la muerte de Marcelo porque Augusto lo había preferido a sus hijos).

Pero no todo en Livia fue negativo. Incluso sus enemigos reconocían que nunca abandonaba a sus familiares y amigos caídos en desgracia. Hasta la hija de Augusto, Julia, enviada al exilio por un supuesto delito de adulterio, gozó de la protección de Livia, que al fin y al cabo era su suegra, durante los años que estuvo confinada en su “retiro”.

En este capítulo de las amistades y clientelas de Livia es donde se muestra más su faceta de gran señora de Roma. Livia extendió sus redes de conocidos, parientes, amigos y clientes por todo el territorio del Imperio romano en Europa, Asia y África. Entre sus protegidos se encontraban Salomé, la hermana de Herodes el Grande; Tolomeo de Mauritania, o Urgulania, la hija de un cónsul cuya nieta se casaría con el futuro emperador Claudio. También Galba, emperador entre los años 68 y 69 d.C., y Burro, quien fue prefecto pretoriano de Nerón, gozaron de su protección.

La obra maestra de Livia, sin embargo, fue la sucesión de Augusto en la persona de su hijo mayor,
Tiberio. La emperatriz aprovechó la muerte de Agripa, el marido de Julia, en el año 12 a. C. para proponer que su hijo Tiberio, tras divorciarse de su mujer, ocupara el lecho conyugal de la hija de Augusto. Este enlace parecía adecuado e incluso ventajoso, pues evitaba que Julia se dedicara a hacer cierto el estereotipo de viuda alegre, y además proporcionaba un padre a los cinco hijos de Agripa mientras crecían y llegaban a la edad de poder suceder al emperador. Sin embargo, bien porque Julia era algo casquivana, bien porque el carácter de Tiberio hacía de él una persona fría y melancólica, el matrimonio no funcionó.

Tiberio recibió de Augusto (y de Livia) innumerables poderes para ayudar al emperador en sus tareas. Las prendas de Tiberio, que eran muchas, no tuvieron nada que ver en esta delegación. Sólo importaba su papel como yerno de Augusto o como protector de sus sucesores. En el año 6 a. C, recibió la potestad tribunicia propia del emperador. Era el primer paso para convertirse en sucesor de Augusto. Pero Tiberio, hastiado de su mujer y, probablemente, también de su madre, pidió permiso al emperador para retirarse a la isla de Rodas.

Es posible que Tiberio no estuviera de acuerdo con su papel de comparsa del emperador y de sucesor meramente provisional mientras los nietos de Augusto fueran menores de edad. Y, por supuesto, no debía de aguantar su incómodo papel de cornudo, dado que las infidelidades de Julia eran conocidas por toda Roma, excepto por su propio padre. El caso es que pidió ir a Rodas y allí se le envió. Augusto no perdonó esta traición a su confianza y la ofensa infligida a su hija. Así que, cuando Tiberio pidió volver y Livia apoyó la petición con razones y ruegos, Augusto se negó. Se quedaría en Rodas mientras sus nietos se hicieran mayores para sucederle. Además, Augusto culpó a Tiberio de la inmoralidad de su hija Julia, a quien se vio obligado a enviar al destierro por delitos de adulterio, acusación que probablemente encubría una amplia conspiración aristocrática contra el emperador.

Pero Livia estaba allí para ayudar a su hijo exiliado. El nieto mayor de Augusto, Lucio, murió en el
año 2 d.C. en extrañas circunstancias, a consecuencia de un accidente de caballo (se rompió una pierna, la herida se infectó y falleció poco después) en el que muchos vieron la mano de la “cruel madrastra”, que decían era Livia (dado que Augusto había adoptado como hijos propios a sus nietos). En tales circunstancias pareció apropiado que Tiberio, al fin y al cabo persona de gran capacidad militar y política y con la potestad tribunicia concedida de por vida, volviera a Roma para ayudar a Augusto, ya un poco senil.

El triunfo de Livia fue completo cuando el otro nieto, Cayo, murió en Siria a causa de una herida infectada (¿o envenenada?) y el tercer nieto, Póstumo, fue enviado al exilio por su conducta errática y brutal (locura probablemente). En el año 7 de.C., Tiberio fue adoptado como hijo y sucesor por el anciano Augusto. La muerte de éste siete años después, en el 14 d.C. fue seguida por la inmediata proclamación de Tiberio como emperador y por la muerte de Póstumo a manos de asesinos enviados por el nuevo soberano, probablemente con el beneplácito de Livia.

En el testamento de su marido, Livia pasaba a ser adoptada por Augusto como hija, recibiendo el nombre de Julia Augusta. Esto, en Roma, equivalía a que Livia se considerara a sí misma viuda y huérfana (al ser la esposa e hija adoptiva del finado). Por si fuera poco, si Tiberio recibía los dos tercios del testamento de Augusto, Livia obtenía el tercio restante. Es decir, Augusto consideraba que Livia debía ser tratada como emperatriz, casi como una “colega” de Tiberio. Así lo entendió, por otra parte, el Senado, que votó innumerables títulos y dignidades para Livia, votaciones a las que puso freno el propio Tiberio, chapado a la antigua, con el argumento de que “había que poner límites a los honores concedidos a las mujeres”. Pero no pudo evitar la ejecución del testamento, para lo cual se votó una excepción a la ley Voconia que limitaba los derechos femeninos a la herencia, ni que Livia fuera nombrada primera sacerdotisa para el culto del nuevo “dios Augusto”.

Al parecer, Livia dejó el palacio de Augusto para residir alternativamente en dos de sus mansiones,
ambas conocidas. La primera fue la llamada “casa de Livia”, en el Palatino. La otra, mucho mayor, una villa en Prima Porta, a unos 15 km de Roma.

Durante algunos años, Tiberio y Livia compartieron el poder con gran corrección, de cara a la galería, aunque el hijo no soportaba más a su madre. Sobre todo a partir del célebre caso del nieto de Livia, Germánico, fallecido en circunstancias sospechosas cuando se hallaba combatiendo en Siria. Al volver el cuerpo a Roma, entre grandes manifestaciones de luto, se celebró un sonado juicio en el que el gobernador de Siria, Pisón, y su mujer Plancina, amiga y protegida de Livia, fueron acusados de la muerte. Se rumoreaba que Livia había aleccionado a Pisón y a Plancina para que envenenaran a Germánico, el cual era un obstáculo para Tiberio en el ejercicio de su poder. Livia dejó en mal lugar a su propio hijo maniobrando para que su amiga Plancina quedara exonerada de toda culpa y castigo.

Unos años después, Tiberio se retiró a la isla de Capri, según Tácito, para huir de su madre. Ya no volvió a ver a Livia, salvo en una ocasión y por pocas horas hasta que la emperatriz murió en el año 29 d.C., a los 86 años de edad. Tiberio no se dignó asistir a los funerales de su madre y “colega”, se negó a cumplir sus mandas testamentarias y últimas voluntades, y además rehusó declararla diosa, como ella deseaba.

No sería hasta los principados de Calígula y de Claudio, bisnieto y nieto de Livia respectivamente, cuando se cumpliera el deseo de la finada y la “Ulises con faldas”, como la llamaba Calígula, ascendiera el cielo de los romanos. Livia fue venerada como diosa, sobre todo en las provincias asiáticas y en Egipto, al menos hasta finales del siglo II, según la arqueología. Todavía en el siglo IV, un poeta cristiano, Prudencio, la mencionó como ejemplo de mujer de dudosa moralidad divinizada por los paganos. Algo que sólo pudo hacer porque el nombre de Livia era aún usado como sinónimo de buena fortuna, sobre todo en los matrimonios.

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