jueves, 24 de abril de 2014

Contaminación atmosférica urbana- Vivir en una isla de calor.


Las ciudades son focos infecciosos de un planeta enfermo. Se han convertido en islas muy poco paradisiacas, más contaminadas y calurosas que el entorno que las rodea, y en las que los fenómenos meteorológicos tienen su propio código.

Imagine que vive dentro de una burbuja calurosa y contaminada. Así se encuentran los habitantes de las grandes ciudades, que se han convertido en auténticas islas de calor, pues distintas variables hacen que aumente la temperatura respecto a la de zonas de alrededor. Por ejemplo, el calor artificial producido en un año por las diversas actividades humanas equivale al 20% del que proporciona el Sol. De hecho, en invierno este calor artificial se iguala al producido por el Sol, por lo que es como si este último se duplicase. Así aumenta en casi un grado la temperatura media de una gran urbe. Además, el ciudadano es víctima de la contaminación atmosférica, que daña su aparato respiratorio: en reposo, un adulto inspira entre 6 y 9 litros de aire por minuto, lo que equivale a entre 9 y 13 metros cúbicos al día. Pero en las vías respiratorias se introduce también una media de 0.5 a un gramo de veneno por metro cúbico de aire inspirado.

Este progresivo deterioro de las condiciones de vida se debe al crecimiento de las urbes. Las ciudades influyen pues en el medio ambiente y, a su vez, esas condiciones climáticas alteradas repercuten sobre el hábitat urbano. Un juego en el que los distintos fenómenos se devuelven la pelota consecutivamente.

La capa de aire recalentado, estancada sobre las grandes ciudades a unos 200 o 300 metros de altura,
forma una verdadera isla de calor respecto al campo que las rodea. Ese calor hace soportable el frío del invierno, pero en los días de verano transforma las ciudades en hornos. El fenómeno tiene su origen en el particular tejido urbano, formado sobre todo por asfalto, hormigón y cemento, materiales que absorben como media un 10% más de energía solar que la capa vegetal protectora del campo. Ése es el motivo principal por el que, en las horas centrales de un día de verano, el asfalto y las paredes externas de los edificios pueden alcanzar temperaturas comprendidas entre los 60 y los 90 grados. Ese excedente de calor almacenado por los inmuebles es luego irradiado en forma de energía infrarroja, con el consiguiente calentamiento del aire de la ciudad.

A la formación de las islas de calor contribuye también la típica disposición geométrica de las metrópolis, con calles semejantes a desfiladeros, que forman pasillos relativamente estrechos con respecto a las dimensiones verticales de los edificios. La energía infrarroja irradiada al entorno por las superficies que delimitan los pasillos ciudadanos, en vez de dispersarse libremente por el espacio, es en gran parte atrapada y sucesivamente reflejada varias veces por los edificios situados a ambos lados de las calles. Precisamente a causa de este fenómeno, conocido como efecto cañón, la isla de calor se manifiesta sobre todo por la noche, pues el aire tarda más tiempo en enfriarse que en zonas más abiertas, y la temperatura no baja tanto. Así, las largas noches de invierno son las más propicias para que se acentúen las diferencias de temperatura entre la ciudad y las zonas circundantes. Y mucho más si son anticiclónicas, sin viento ni lluvia que mitiguen ese efecto.

Al excesivo recalentamiento del clima urbano contribuye también, de forma sustancial, la continua
emisión a la atmósfera de calor artificial, generado en parte por la combustión de hidrocarburos para la calefacción, el transporte y diversas actividades industriales. En menor medida, también influyen los procesos metabólicos de los ciudadanos (uno con una superficie corporal de 1.72 m2 emite unas 3.200 kcal al día, lo que equivale a las tres cuartas partes del calor producido por un kilo de petróleo). Durante el verano, en las grandes urbes, el calor adicional causado por las actividades humanas suma entre 10 y 20 vatios por metro cuadrado, una cantidad equivalente al 10% de lo que nos llega del Sol.

La isla de calor se intensifica porque hallamos pocas superficies de evaporación, como estanques, prados y árboles, que contribuirían a una disminución de la temperatura. No en vano, en las inmediaciones de los parques se registran diferencias de hasta dos o tres grados. La contaminación atmosférica también influye en la formación de islas de calor, pues aunque el polvo y los aerosoles que flotan sobre las ciudades reducen entre un 5% y un 10% las radiaciones solares que inciden en el suelo, amortiguando así el calentamiento, también impiden la salida al exterior del calor acumulado en la Tierra (efecto invernadero).

El aire puro es una mezcla de sustancias aeriformes, cuya composición porcentual se mantiene
constante hasta los 80-90 km de altura. Sin embargo, el aire limpio no existe en la naturaleza, ya que siempre contiene, aunque sea en proporciones modestas, sustancias extrañas emanadas a la atmósfera por procesos naturales como, por ejemplo, la respiración de los vegetales, las erupciones volcánicas, la erosión del suelo y las rocas por obra del viento, el polvo cósmico o los incendios forestales. En particular, contiene una significativa presencia de anhídrido carbónico (0.03%) en los primeros 15 km de altura, y de ozono en las siguientes capas.

Pero, además, la composición del aire siempre se ha visto modificada por las actividades humanas: en la actualidad, las variaciones se deben, sobre todo, a las sustancias liberadas durante la combustión de los hidrocarburos y las actividades industriales. Los principales contaminantes en zonas urbanas son el dióxido de azufre (derivado en un 78% de la calefacción y la industria), el monóxido y el dióxido de nitrógeno (debidos en un 52% a los gases de escape de los automóviles, y en un 45% a la calefacción y la industria), el monóxido de carbono (más del 90% a causa de los gases emitidos por los tubos de escape de los coches), el total de partículas de polvo en suspensión (50% procedente de los coches) y los compuestos orgánicos volátiles, entre los que se encuentran hidrocarburos como el benceno (que procede en un 87% de los tubos de escape).

La contaminación urbana, que encuentra su origen sobre todo en la calefacción, el tráfico y la industria, se diferencia de la natural no sólo por la cantidad de contaminantes, sino también por su calidad. Por ejemplo, en verano, los contaminantes se ven sometidos a la acción de la intensa radiación solar (y, sobre todo, de su componente ultravioleta) y sufren un proceso de fotodisociación que los transforma, desde el punto de vista químico, en contaminantes secundarios como el ozono (smog fotoquímico). Sin embargo, éste sólo aparece en elevadas concentraciones en épocas cálidas, ya que para su formación, además de la presencia del dióxido de nitrógeno, necesitan altas temperaturas y ambiente soleado.

En el entorno urbano, los contaminantes reaccionan químicamente con el vapor de agua, favorecidos por la intervención de los rayos solares, y provocan la aparición de microscópicas partículas de ácido sulfúrico, ácido nítrico y sus correspondientes sales (nitratos y sulfatos). Estas sustancias conllevan un alto nivel higroscópico (es decir, que absorben el agua), por lo que actúan como núcleos de condensación, en torno a los cuales tienden a agruparse miles de millones de moléculas de vapor de agua de la atmósfera, dando lugar a las microscópicas gotitas de las nubes. Al formarse las nubes con mayor facilidad sobre las ciudades, llueve más que en el campo.

Los estudios realizados coinciden en señalar una mayor pluviometría en la ciudad que en las zonas rurales próximas en cantidades que oscilan entre un 5% y un 10%. Hasta tal punto influye la contaminación que en Madrid, por ejemplo, se ha observado una mayor pluviometría en los días laborables.

La isla de calor también influye en la intensidad de las lluvias. De hecho, el recalentamiento de la atmósfera urbana intensifica los movimientos ascensionales de tipo convectivo, que constituyen la primera causa, durante las tardes de verano, de la formación de los cúmulos que provocan las tormentas. Cuanto mayor sea la velocidad de la ascensión, mayor será la cantidad de vapor de agua condensado en un tiempo determinado y, en consecuencia, aumentará la probabilidad de la aparición de lluvias de fuerte intensidad.

La composición química de las precipitaciones metropolitanas también padece modificaciones. Dado
que son el producto de la suma de miles de millones de microscópicas partículas combinadas con vapor de agua, las gotas que caen en las aglomeraciones urbanas tienen un fuerte contenido ácido, ya que, como hemos explicado, en el entorno de las ciudades los núcleos de condensación que encierran son predominantemente ácidos. Además, durante su caída, las gotas de lluvia capturan otros núcleos, incrementando su propio contenido ácido. El efecto más evidente de esta lluvia ácida en las ciudades es la corrosión de los edificios, visible sobre todo en los monumentos.

Los edificios constituyen un obstáculo para la libre circulación del aire, de manera que en las ciudades la intensidad del viento se reduce entre un 20% y un 30% respecto al campo. Sin embargo, las calles tienden a canalizar y reforzar notablemente las corrientes. Las modificaciones de las características del viento también se pueden advertir en los edificios, sobre todo en los más altos. Parte de la masa de aire estancada en el lado de donde procede el viento rodea lateralmente el obstáculo, dando lugar a fuertes aceleraciones y remolinos en los ángulos de la construcción.

Las islas de calor y los contaminantes atmosféricos representan una constante amenaza para la salud de los ciudadanos. Las primeras porque, en determinadas situaciones meteorológicas, convierten el clima urbano en algo insoportable. Los segundos porque, incluso en pequeñas dosis, constituyen verdaderos venenos para nuestro organismo. Además, la calidad del aire se deteriora cada vez más por la intensificación de la isla de calor. De hecho, cuando la temperatura sube, las reacciones químicas que se encuentran en el origen de los contaminantes se producen a mayor velocidad, con el consiguiente aumento de la cantidad de smog. Se ha calculado que el aumento de un grado en la isla de calor determina una subida del 3% en la concentración de ozono (hablamos de “ozono malo”, para distinguirlo del de la troposfera, que nos defiende de los rayos ultravioleta).

Es evidente que cualquier programa dirigido a mejorar la habitabilidad de las ciudades debe incluir
medidas que mitiguen los efectos de la isla de calor y reduzcan la concentración de contaminantes. Para limitar la producción de calor artificial es necesario evitar su derroche en casa, aislando mejor el interior mediante dobles ventanas y cierres de buena calidad. Pero lo más aconsejable sería que a la hora de construir, se tuvieran en cuenta los tipos de materiales que se utilizan, pues el cristal, por ejemplo, es una trampa de calor y, por lo tanto, muy desaconsejable.

Otra alternativa podría ser el reciclaje del exceso de calor producido por la industria. Pero, sin duda, la mejor solución sería reducir la cantidad de energía solar capturada en el área urbana. Un experimento llevado a cabo en Los Ángeles demostró que su temperatura estival disminuiría hasta 4º C si en el 5% del área metropolitana se plantaran diez millones de árboles. De hecho, la evaporación de los suelos húmedos, o de las hojas de las plantas resta gran cantidad de calor al aire (600 calorías por cada gramo de agua que se evapora). El efecto refrigerante de los árboles resulta muy eficaz, no sólo gracias a la transpiración de las hojas, sino también a la sombra proyectada sobre el suelo.

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