viernes, 20 de diciembre de 2013

Astrología - la presunta unidad entre hombre y cosmos






La astrología se basa en una visión del Universo en la que el hombre ocupa el centro y la función principal de los astros es gobernar el destino de los seres humanos. La astronomía ha mostrado un Universo inabarcable y caótico del que el hombre, la Tierra e incluso la galaxia son una parte insignificante. Sin embargo, a pesar de que ni una sola prueba ha apoyado las tesis de los astrólogos, millones de personas se declaran firmes creyentes en la astrología.

Aunque actualmente tendemos a identificarla con una técnica adivinatoria más, no hay que olvidar que la astrología nació como una forma de conocimiento que pretendía dar una explicación unitaria de todo lo existente. En ese sentido, venía a representar la ciencia de lo universal, desde el movimiento de los vientos y las mareas, la formación de los minerales o la vida de las plantas y los animales, hasta la actividad de la mente humana, determinante tanto de las emociones como de la conducta.

La idea en la que se basaba dicho conocimiento era la supuesta analogía o correspondencia entre el cielo y la tierra. Según la famosa fórmula contenida en la Tabla esmeraldina, atribuida al legendario filósofo y alquimista egipcio Hermes Trismegisto, “lo que está arriba es como lo que está abajo y lo que está abajo es como lo que está arriba”. De ese modo, el cielo se convertía en un libro abierto, y los astros que lo habitaban en signos o señales que reflejaban el mundo terrestre.

La creencia astrológica en la “simpatía universal”, entendida como el vínculo armónico entre las diferentes partes del cosmos, llevó a identificar a las estrellas con arquetipos (modelos) de todo lo creado. Estos cuerpos celestes contendrían las características genéricas de las variadas especies del mundo natural, de manera que de su observación detallada podría derivarse una sabiduría aplicable no sólo a los fenómenos exteriores, sino también a la psicología de los individuos.

Desde un punto de vista geocéntrico, para el que la Tierra está quieta y es el centro del Universo, el Sol, la Luna y los planetas parecen moverse por una banda de unos pocos grados de anchura. La división de este círculo en doce secciones de 30º forma el zodiaco, y cada una de las secciones es un signo zodiacal: Aries, Tauro, Géminis y demás, que o tienen nada que ver con las constelaciones.

Sobre este fondo se desplazan los cuerpos del Sistema Solar: cuando se dice que una persona es Aries, sólo significa que el Sol se encontraba en la región de los primeros 30º del zodiaco o, lo que es lo mismo, que nació durante los primeros 30 días de la primavera. Además del Sol, están en el zodiaco la Luna y los planetas, cuyas posiciones calculan los astrólogos con precisiones de hasta segundos de arco.

Después, pasan a considerar en qué lugar estaban los planetas con respecto al horizonte del lugar de
nacimiento. La línea Este-Oeste es representada en la carta astral como ascendente y descendente, en alusión a que los planetas parecen ascender y descender: por ejemplo, al amanecer hay una conjunción entre el Sol y el ascendente. Al igual que ocurre con la banda zodiacal, esta esfera –o cielo local- es dividida en doce sectores –llamados casas-: la primera comienza con el ascendente, y es llamada la casa I, a la que siguen la II, III… Cada una tiene un significado análogo al signo correlativo: la casa I tiene parecido con Aries; la casa II, con Tauro; la III, con Géminis, etcétera.

El signo imprime –dicen los astrólogos- las características básicas: la casa, el campo de la vida en que éstas se aplican. Aries –el carnero- es luchador y agresivo, tiene iniciativa; la casa I representa la manera en que una persona ha nacido, la manera que tiene de comenzar una empresa o de abordar a otra persona. Si la casa I está en Escorpio, las características atribuidas a este signo se considera que se expresan a través del campo atribuido a la casa I: la persona comienza las cosas secretamente, procura esconder sus intenciones o consigue no emprender una relación con otra
persona y seducirla para que sea ésta quien comience el trato. Si, por ejemplo, es la casa III –hermanos, comunicación, vecinos, viajes cortos…- la que está en escorpio, las características del signo se expresan a través de algún hermano, o bien el individuo tiene una forma de expresarse poco directa o simplemente le gusta desaparecer durante breves períodos de tiempo.

Aparte de estas superposiciones entre planetas y casas, los planetas, el Sol, la Luna y otros puntos pueden establecer relaciones angulares: cuando dos factores están en la misma región del zodiaco a una distancia de 0º, se dice que están en conjunción; si la distancia es de 60º están en sextil; a 90º están en cuadratura. Estas distancias, o aspectos, no han de ser necesariamente exactos: hay un margen de error –orbe- específico para cada aspecto, que permite que planetas que se encuentran ente 86º y 96º de distancia estén en cuadratura, o aquellos que estén separados por un ángulo de entre 58º y 62º estén en sextil. En total, sumando todos los aspectos posibles, un planeta cubre un área total de unos 140º -más o menos, pues los astrólogos no están de acuerdo en los valores de os diferentes orbes y en la validez de algunos aspectos-.

La astrología gozó de una enorme popularidad durante el Renacimiento, aunque fue precisamente
entonces cuando comenzó ser cuestionada por algunas figuras aisladas, que decidieron rebelarse contra buena parte de los mitos heredados de la Edad Media. Por ejemplo, Petrarca, que en pleno siglo XIV escribía: “Dejad libre el camino de la verdad y de la vida (…). No tenemos necesidad de astrólogos embaucadores ni de truhanes profetizadores que a sus crédulos secuaces limpian de oro las arcas llenan los oídos de patrañas, entorpecen con errores el juicio y entristecen con nugatorios temores de lo por venir.

Pero lo cierto es que la astrología daba sentido, tanto al universo como al hombre, imagen y espejo de aquél, pues cada ser humano era concebido como un pequeño mundo que en sí mismo compendiaba el equilibrio de la Creación, incluso desde el punto de vista anatómico. Según dicho presupuesto, no es de extrañar que Flavio Mitridate, astrólogo del duque Federico de Montefeltro, definiera la astrología como “la ciencia divina que hace felices a los hombres y les enseña a parecer dioses entre los mortales”.

Todo ese idealismo optimista, la ilusión de poder gobernar el ancho mundo en sintonía con la voluntad divina mediante el estudio del firmamento, entrañaba, no obstante, una contradicción que a lo largo del Renacimiento pusieron de manifiesto una y otra vez los pensadores humanistas. Si la personalidad dependía de la posición de los astros en el momento de nacer, si los actos humanos estaban condicionados por las influencias celestes, ¿hasta qué punto podía hablarse de libre albedrío? ¿A qué quedaban reducidas la dignidad y la capacidad de decisión del individuo?

La Iglesia católica trató de solucionar el dilema afirmando que sólo el cuerpo se encontraba sometido a la influencia del hado y los fenómenos celestes, mientras que el alma poseía plena libertad de acción. Pero esta dicotomía artificial entre el espíritu y la matera dejaba el problema abierto.

Otro intento de resolver la cuestión fue establecer una distinción entre causas y señales. Según eso,
una cosa sería defender que los astros deciden de antemano lo que va a suceder, algo inaceptable desde el punto de vista teológico, y otra, que simplemente se limitan a indicar o señalar lo que ocurre, sin influir en el curso de los acontecimientos. ¿Acaso no estaba escrito en el Génesis (1, 14) que Dios había dicho: “Haya en el firmamento de los cielos lumbreras para separar el día de la noche y para servir de señales a las fiestas, los días y los años”? Esta segund interpretación, sin embargo, seguía sin aclarar nada pues, si pasado, presente y futuro formaban en el plano divino un único instante, todo el porvenir estaba escrito en los astros para quien supiera leerlo.

Durante muchos siglos no existió una auténtica frontera entre la astronomía y la astrología tal y como la entendemos hoy. Prueba de ello es que los considerados tres padres de la astronomía moderna, esto es, Nicolás Copérnico, Tycho Brahe y Johannes Kepler, defensores incansables del sistema heliocéntrico frente a las doctrinas ptolemaicas que situaban la Tierra en el centro del universo, siguieron creyendo firmemente en la astrología. Esto significa que los tres confiaban en la posibilidad de hacer predicciones, ya fuera mediante la realización de horóscopos o la observación de las conjunciones planetarias.

Al margen de las conjunciones planetarias, otros fenómenos de carácter extraordinario como los cometas, los eclipses o los meteoritos (más conocidos como estrellas fugaces) suscitaron gran estupor por su apariencia prodigiosa. Dichas manifestaciones, interpretadas como señales inequívocas enviadas por el cielo, fueron plenamente aceptadas por la Iglesia. En realidad, la astrología en general gozó de tal crédito en el mundo cristiano que, a diferencia de otras ciencias ocultas, nunca llegó a ser condenada de manera categórica.

Por ejemplo, a pesar de su intensa fe y su defensa a ultranza del catolicismo, Felipe II fue un gran
aficionado a las artes ocultas, siguiendo las tendencias filosóficas del momento. Se rodeó de alquimistas y astrólogos y se hizo trazar varios horóscopos a lo largo de su vida. Uno de los más famosos es el que le encargó a John Dee durante su estancia en Inglaterra como esposo de su tía María Tudor. Como recompensa, el rey regaló a Dee un espejo de obsidiana procedente de las colonias americanas (supuestamente utilizado para invocar a los diablos), cuya negra superficie puede contemplarse hoy en el Museo Británico. Pero el horóscopo personal del rey más famoso y detallado es el conocido como Prognosticon, que elaboró el doctor Matías Haco y que todavía hoy se conserva íntegro en la Biblioteca del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Se dice que Felipe II lo usaba como libro de cabecera y que lo consultaba cuando tenía que tomar alguna decisión importante.

En 1586, el papa Sixto V promulgó la bula Coeli et terrae, en la que se limitaba a distinguir una astrología “falsa”, la que negaba el libre albedrío, de otra “verdadera”, la que podía influir en el mundo natural y, en consecuencia, en la agricultura, la medicina, la navegación o incluso en las tendencias del individuo, pero nunca en sus decisiones.

La fe en los astros estaba tan arraigada que fueron numerosos los intelectuales cristianos dispuestos a
empuñar la pluma contra los ataques de quienes se atrevían a juzgarla como un simple engaño. Así, por ejemplo, en 1538, el médico y teólogo valenciano Miguel Servet publicó en París su “Discrepatio pro astrología”, contando con el apoyo de Juan Tiebault, médico y astrólogo del rey Francisco I de Francia, que anteriormente lo había sido de Carlos V. Las palabras dedicadas a “la buena astrología”, incluidas por el teólogo Gaspar Navarro en su tratado sobre la superstición (1631), no pueden ser más elocuentes: “Esta Astrología es ciencia verdadera y natural, como la Filosofía y Medicina, y aunque muchas vezes los astrólogos yerren, no es maravilla, porque (…) tratan de cosas muy altas”.

Tan altas que el nacimiento y la muerte de Jesucristo se hicieron corresponder con dos señales celestes inconfundibles: en primer lugar, el cometa visto por los Reyes Magos e interpretado como el anuncio de una nueva religión; y, en segundo lugar, el eclipse solar de tres horas que sumió a Palestina en las tinieblas tras la muerte de Cristo. Todavía en el Renacimiento y durante buena parte del siglo XVII, tanto cometas como eclipses siguieron considerándose signos enviados por Dios para prevenir al hombre de las consecuencias de sus pecados.

En el siglo XVII, los investigadores comenzaron a prescindir de las especulaciones y prefirieron la experimentación para obtener datos de la realidad: fue el nacimiento de la ciencia moderna independizada de la teología y la filosofía.

La astrología se basa en la concepción del cosmos como unidad interrelacionada, lo cual no es un concepto físico, y mucho menos científico, sino metafísico y religioso. La astrología jamás ha sido capaz de aportar una prueba que demostrara en alguna medida esa influencia con la que, según dicen, miles de astrólogos realizan predicciones certeras todos los días. Como prueba de la relación cosmos-hombre suele usarse el argumento de que la Luna influye en las mareas y, por tanto, ha de influir en el hombre, porque está compuesto de un 80% de agua; pero este razonamiento no tiene en cuenta que la Luna no atrae al agua porque sea agua, sino porque es masa, y que nuestro satélite también atrae –y mueve- a la corteza terrestre. Además, la Luna ejerce su influencia sobre las mareas dos veces al día, y no parece que nuestras pautas de comportamiento se ajusten a esa pauta, sobre todo teniendo en cuenta que la influencia gravitatoria de la Luna es mucho mayor que la de, por ejemplo, Neptuno.

Por otra parte, los astrólogos jamás han sido capaces de definir las características de la fuerza que
actuaría sobre los hombres: por ejemplo, si su intensidad depende de la distancia, deben explicar por qué Plutón, un planeta que llega a estar a 7 horas-luz de nosotros y es más pequeño que la Luna –que se encuentra a un escaso nanosegundo-luz-, es capaz de inducir, según los astrólogos, crisis y depresiones que persisten durante muchos años; si la intensidad no depende de la distancia o del tamaño, entonces han de explicar por qué no influyen todos los cuerpos del Sistema Solar, las estrellas de nuestra galaxia y todos los demás componentes del Universo.

La astrología, al contrario que otras ciencias, como la astronomía, la física o las matemáticas, no ha sufrido profundas modificaciones a lo largo de su historia. La astronomía desarrolló revoluciones como el heliocentrismo o la expansión del Universo, pues proporcionó hechos que obligaban a replantearse la naturaleza real del cosmos; la astrología no ha aportado hechos y se ha mantenido en un universo pequeño y jerarquizado, propio de los primeros siglos de la era cristiana.

Por otro lado, todas las innovaciones que se han dado en astrología son debidas a otros campos, como la astronomía –descubrimiento de Urano, Neptuno y Plutón, o del asteroide Quirón- o la psicología y psiquiatría –principalmente las teorías psicoanalíticas, y muy especialmente, la psicología junguiana.

Precisamente, el valor de la astrología es el de ser una psicología y una tipología arcaicas: igual que el ser humano vertió en la mitología los contenidos de su psique, la astrología cuenta con un interesante surtido de personajes –casas, planetas y signos- que permite predecir comportamientos –a grandes rasgos-, de la misma manera que lo puede hacer cualquier psicología, sin recurrir a conceptos metafísicos como la presunta unidad del cosmos.

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