viernes, 1 de noviembre de 2013
Jane Goodall
“Si de verdad quieres algo, trabajas muy duro y aprovechas las oportunidades, encontrarás el camino”. Esta es la frase que cada día escuchaba de labios de su madre Palabras que ahora hace suyas la primatóloga británica, investigadora del comportamiento de los chimpancés y firme defensora del medio ambiente.
Jane Goodall jamás ha inventado nada. Su humildad y sencillez es tan grande que probablemente se sentiría abrumada al saber que alguien la considera una de las grandes innovadoras de los últimos tiempos. Pero existe justificación. La naturalista y primatóloga inglesa, nacida en Londres en 1934, ha dedicado la mayor parte de su vida al estudio del comportamiento de los chimpancés en África, aunque desde hace dos décadas su verdadera misión es la de promover estilos de vida más sostenibles en todo el mundo. Enseñar a amar la naturaleza y, sobre todo, a respetarla, buscando desesperadamente ayuda para intentar paliar el daño que durante centurias el hombre ha ido causando.
Por todo ello, por sus novedosas formas de trabajo, por su activismo y capacidad para la divulgación, por ser una de las primeras personas en luchar por la protección del medio ambiente, esta mujer de pelo blanco siempre recogido en una coleta, es una de las grandes personalidades del siglo XXI, que ella está empeñada en salvar: “Mientras los humanos nos dedicamos a nuestros quehaceres diarios, debemos recordar cómo nuestras acciones pueden afectar a otros animales para los que el planeta Tierra también es su hogar”.
Valerie Jane Morris Goodall tuvo muy claro que los animales formarían parte de su vida. Sobre todo desde que su padre le regalara, cuando aún era muy niña, un chimpancé de peluche al que ella llamó Jubilee. Un compañero inseparable que aún hoy tiene su propia silla en la casa familiar de la localidad sureña de Bournemouth, donde se crió. Ella cuenta que su madre fue la que le inculcó su pasión por la naturaleza. Un día, cuando Jane no había cumplido los dos años, descubrió que su hija jugaba con unos pequeños gusanos que serpenteaban por su almohada. En lugar de regañarla, le explicó que enseguida morirían si no estaban en contacto con la tierra, así que, conmocionada, rápidamente los llevó hasta el jardín.
De su facilidad para la investigación todo el mundo se dio cuenta cuando tan solo tenía cuatro años. Entonces, llegó a pasar hasta cuatro horas escondida en un gallinero para averiguar cómo ponían huevos las gallinas. Las aventuras del Doctor Doolittle, personaje central de los libros escritos por Hugh Lofting, hicieron el resto. Quería ser veterinaria y hablar con los animales como él, pero lejos de casa, en África, continente que descubrió gracias a Tarzán: “Estuve enamorada del rey de la selva hasta que se casó con una mujer torpe y cursi. ¡La otra Jane!”.
Tres meses tuvo que trabajar Jane Goodall como camarera para poder costearse el vuelo hasta Nairobi, donde una buena amiga la había invitado a pasar unos días. Tenía 23 años y acababa de terminar sus estudios de secretariado: la economía familiar no había dado para más. En Kenia tuvo la inmensa fortuna de entrar en contacto con el prestigioso antropólogo Louis Leakey, quien fascinado por su amor por los animales la contrató como asistente a pesar de no tener la cualificación académica deseada. Con él y con su esposa Mary, una reconocida arqueóloga, viajó hasta la garganta de Olduvai en busca de fósiles de homínidos, ya que el matrimonio estaba convencido de que el origen del hombre había que situarlo en África.
Los Leakey también pensaban que para conocer la forma de vida de nuestros ancestros lo mejor esta estudiar el comportamiento de parientes más o menos cercanos. Así fue cómo surgió la idea de que su joven ayudante se trasladara al Parque Nacional de Gombe, en Tanzania, parea que pudiera investigar de cerca la conducta de los chimpancés por los que tanta predilección sentía. Corría el año 1960 y hasta allí se fue Jane acompañada de Vanne, su madre: las autoridades británicas no veían con buenos ojos que una mujer viviera sola entre la fauna salvaje.
Su gran descubrimiento no tardó en llegar. En el mes de octubre de ese mismo año pudo comprobar cómo un chimpancé cortaba de un árbol una rama y la deshojaba para, inmediatamente después, introducirla en un agujero y sacar con ella las termitas que estaban dentro para poder comérselas. Sus observaciones sobre la conducta instrumental de estos primates y sus hábitos de caza revolucionaron no sólo el mundo de la biología. También, la percepción sobre estos animales, ya que hasta la fecha se consideraba que el hombre era el único ser vivo poseedor de inteligencia suficiente para poder crear objetos y usarlos para sus propios fines. La metodología seguida por Jane Goodall también fue sumamente novedosa: puso nombre y no número a cada uno de los integrantes del grupo que estudiaba, anotó sus parentescos familiares y analizó al detalle su forma de relacionarse con los demás, sus luchas y peleas, sus emociones y sus vínculos afectivos, como los que se desarrollaban, por ejemplo, entre madre e hijo. Algo que hoy se considera habitual en cualquier investigación pero que entonces supuso un gran paso adelante.
En 1964, tras formar ya un equipo y poder procesar con él correctamente toda la información obtenida, el Gombe Stream Research Center, a orillas del lago Tanganica, pasó a ser considerado como una de las estaciones de campo más importantes del mundo para el estudio del comportamiento animal. En 1966, tras conseguir el doctorado honorífico en etología por la Universidad de Cambridge –a pesar de no tener la carrera-, se convirtió en la directora del centro y, en los años sucesivos, fue profesora invitada en diferentes universidades del mundo, desde la de Stanford, en Estados Unidos, hasta la de Dar es Salaam, en Tanzania. Para entonces ya se había casado y divorciado de Hugo van Lawick, un fotógrafo de la National Geographic Society, autor de las imágenes más famosas de la antropóloga. Su segundo esposo, Derek Bryceson, fue director de los Parquees Nacionales de Tanzania y uno de los máximos responsables de la conservación de su queridísimo Gombe.
Fue, precisamente, sobrevolando el parque en una avioneta, a principios de los años 90, cuando descubrió, horrorizada, cómo la selva comenzaba a desaparecer a causa de todo tipo de construcciones y desmontes. Ya por aquellos tiempos había abandonado el estudio de campo para centrar sus esfuerzos en dirigir el Jane Goodall Institute, que desde sus inicios apoya los trabajos de investigación animal, así como proyectos de recuperación de chimpancés heridos y de repoblación forestal desde sus diferentes sedes en África. Pero aquel vuelo le abrió definitivamente la mente: a partir de entonces su misión sería la de concienciar a la humanidad de la importancia de la conservación del medio ambiente. De los 365 días que tiene el año, 300 los pasa viajando por todo el planeta, dando charlas y conferencias para que la gente, sobre todo los más jóvenes, aprenda a preservar el entorno natural y así defender a los animales y sus ecosistemas.
A lo largo de su ya amplia trayectoria, Jane Goodall ha escrito varios libros narrando sus experiencias y un sinfín de artículos para, tal y como ella misma dice, ayudar a conservar los sonidos de la naturaleza. Según sus cálculos, en diez años a lo sumo, podrían desaparecer grupos enteros de primates, además de un gran número de aves y otras muchas especies animales y también vegetales. Sus principales mandamientos se resumen en dos: respetar todas las formas de vida y administrar con sabiduría nuestro paso por la Tierra. A sus 79 años, a Jane Goodall parece que ya no le importa ser confundida con otra mujer pionera en el mundo de la etología y “ángel” como ella y Birité Galdikas –experta en orangutanes-, de Louis Leakey, mentor de las tres. “Cuando me confunden con Dian Fossey, yo me pregunto: ¿pero acaso no han visto la película? Ella muere al final”. Aunque, sin duda, lo que no puede comprender es que todavía haya quien no distinga entre un chimpancé y un gorila.
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