miércoles, 23 de octubre de 2013
La Caza de Brujas en Estados Unidos (1)
Aunque suele ser habitual identificar en los medios de comunicación el Comité de Actividades Antiamericanas con el senador McCarthy y con la búsqueda de comunistas en Hollywood, la realidad histórica es que los tres elementos tuvieron una vida independiente que sólo se cruzó de manera ocasional. El Comité de Actividades Antiamericanas fue creado por la Cámara de Representantes de Estados Unidos en 1938, para investigar las actividades de agentes extranjeros en ese país. Durante sus primeros años, su principal preocupación fue, lógicamente, la lucha contra el fascismo y el nacional-socialismo alemán. A la sazón, su presidencia recayó en el senador demócrata Martin Dies, que no dudó en acusar de deslealtad a sectores nada reducidos del funcionariado gubernamental. La actividad de Dies recibió un considerable respaldo, en parte porque pertenecía al partido del presidente Roosevelt y, en parte, porque no interfería con los dictados políticamente correctos.
Sin embargo, a pocos se les escapaba que el fascismo y el nacional-socialismo no eran las únicas amenazas totalitarias que se cernían peligrosamente sobre las democracias. A decir verdad, el socialismo soviético era anterior a los regímenes ya citados y, antes que Hitler, ya había establecido una red de campos de concentración o había utilizado el gas como medio para eliminar a poblaciones civiles. Así, para comprender el origen de la llamada “caza de brujas”, básicamente un asunto interno de los EEUU, es imprescindible examinar la situación y evolución internacional.
Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, la capacidad bélica de Estados Unidos, con el dominio del arma nuclear, se había mostrado impresionante. Pero en los años siguientes, la desmovilización que se levó a cabo dio lugar a un nuevo esquema. Mientras que los norteamericanos consideraban segura su supremacía, los soviéticos afirmaban y ampliaban sus fuerzas terrestres y su control político sobre el continente europeo.
Los americanos se impusieron como objetivo primordial salvar a Europa del bolchevismo mediante un acuerdo amistoso. Los acuerdos de Yalta, negociados por los aliados en los primeros meses de 1945, no aseguraban, de forma clara y expresa, para ciertos países y territorios liberados el establecimiento de gobiernos provisionales a los que era lógico sucedieran elecciones libres. Este fue el caso de Hungría, Checoslovaquia, Bulgaria y Rumanía, que habían sido objeto de un compromiso oral, fruto de un exceso de confianza de Churchill y Roosevelt frente a Stalin.
El incumplimiento por parte de Stalin del compromiso sobre Polonia, con la imposición de un gobierno prosoviético y la instauración de gobiernos comunistas por medio e golpes o elecciones controladas en todos los territorios ocupados por las fuerzas soviéticas excepto Austria y Checoslovaquia, daban a la URSS una inmensa influencia en la Europa central y oriental, posición que se iría consolidando. A pesar de que en los primeros meses el nuevo presidente, Harry Truman (abril de 1945), intentó mantener la farsa de la colaboración con la URSS para provocar un cambio de Stalin y mantener unidos a los aliados, el espíritu de Yalta, a estas alturas, estaba muerto.
Truman asistió a la última de las conferencias de guerra en Potsdam, en julio de 1945. En dicha conferencia, Truman, junto con el nuevo primer ministro británico, Clement Attlee, después de la derrota electoral de Winston Churchill, pudo constatar la dureza de las posiciones soviéticas. Como resultado último de la negociación, Alemania quedó partida por la mitad. En la zona de influencia soviética se iniciaron los cambios que proporcionarían a ésta un control político y económico; por otra parte, la Alemania occidental quedó dividida en tres zonas de ocupación, entre Gran Bretaña, Francia y EEUU. Como efecto de la partición, la ciudad de Berlín también quedó dividida en la misma forma.
La decisión de Potsdam sobre las fronteras de Alemania, aunque fuera un acuerdo provisional que se transformó en definitivo, constituyó en realidad una victoria para la URSS. Alemania perdió Prusia oriental a favor de los soviéticos, y todos los territorios más allá de los ríos Oder y Neisse occidental quedaron bajo administración polaca. De esta forma, Alemania se vio privada de casi una cuarta parte de sus territorios anteriores a 1938.
No resulta por ello extraño que el peligro comunista ya hubiera sido percibido por aquellos que estuvieran pendientes de los acontecimientos internacionales. En el caso de Hollywood semejante circunstancia se había detectado ya durante la Segunda Guerra Mundial por personajes como John Wayne, Clark Gable, Gary Cooper o Cecil B.de Mille. Sin embargo, y en contra de lo que se afirma repetidamente, la vigilancia de tan inquietante fenómeno no pasó por el Comité de Actividades Antiamericanas sino por una organización creada en 1944 por los profesionales más competentes del cine llamada Alianza para la Preservación de los Valores Americanos. Razones para actuar así no les faltaban. De hecho, películas como “Mission to Moscow” (1944) habían defendido los procesos de Moscú de 1937-1938 dentro de la más pura ortodoxia estalinista. Ni con la lucha en Hollywood contra la infiltración comunista ni con la creación de la citada asociación tuvo nada que ver McCarthy.
El 26 de septiembre de 1946, el asesor jurídico de la Casa Blanca, Clark Clifford, y su ayudante, George Elsey, entregaron un informe secreto a Truman indicándole que debía prepararse para la guerra contra los soviéticos. Se basaban en el trabajo de Hoover y el FBI esbozando un plan de batalla para el Apocalipsis. Le dijeron a Truman que tenía que prepararse para librar una tercera guerra mundial con armas atómicas y biológicas. El enemigo era una dictadura soviética que aspiraba a la conquista del mundo, ayudada por un insidioso servicio de inteligencia y con la asistencia de la clandestinidad estadounidense. Todo comunista estadounidense, escribían, era potencialmente un espía y un soldado de Moscú”.
La puesta en marcha de la campaña anticomunista suponía desde la óptica gubernamental la necesaria implicación de la sociedad americana en la nueva situación creada. Desde la visión oficial, coincidente con la de muchos grupos conservadores, este enorme y potente enemigo comunista había demostrado con la violación de los tratados de paz, su expansión por Europa y la crisis de Berlín, lo poderoso que podía ser. La inicial campaña institucional que implicaba no sólo a todas las instituciones del Estado, sino también a gran parte de la opinión pública norteamericana, llegó rápidamente a la población con slogans como “¡Todos contra el comunismo! ¡Antes muerto que rojo! ¡Yo no soy comunista! ¿Y tú?
Por otro lado, el temor a la recesión económica llevó a Truman a una política de control de precios que provocaba la demanda no cubierta de artículos de consumo, lo que producía insatisfacción en amplios sectores de la población y en ámbitos industriales y financieros. Existían igualmente problemas con los sindicatos, que seguían defendiendo el mantenimiento del poder adquisitivo de una gran parte de las clases trabajadoras, derivado de los trabajos y horas extras que habían sido necesarios durante el conflicto bélico. El descenso en los salarios reales fue de un 12% en 1946, lo que provocó huelgas en importantes sectores productivos. La huelga del carbón amenazó la industria americana, a la que se unió al poco tiempo el paro nacional en los ferrocarriles. Dicha situación produjo entre la sociedad una gran inestabilidad y sentimiento de malestar hacia la Administración, incapaz de frenar la crisis económica, social y laboral. Todo ello provocó la emisión de un voto de castigo en las elecciones legislativas de ese año.
En noviembre de 1946, por primera vez desde antes de la Depresión, los republicanos arrasaron en las elecciones nacionales y obtuvieron la mayoría tanto en el Senado como en la Cámara. Sus campañas se habían caracterizado por un nuevo y marcado tono anticomunista. Su mensaje era que los estadounidenses tenían que elegir entre “comunismo y republicanismo”.
Por primera vez en quince años se alzó una mayoría republicana en ambas Cámaras y, de entre todos los candidatos elegidos sobresalía un nuevo senador por el Estado de Wisconsin. Joseph Raymond McCarthy había nacido en 1908 en Grand Chute, Wisconsin. Tras estudiar en la Marquette University, ejerció la abogacía en su Estado natal hasta que fue nombrado juez de un tribunal en el que prestó servicio hasta 1939. Durante la Segunda Guerra Mundial fue oficial de inteligencia en la Marina. Una vez acabado el conflicto, abandonó su militancia en el Partido Demócrata, ganó la nominación del Partido Republicano y se hizo con las elecciones utilizando en su campaña argumentos poco honrados (acusó a su oponente de no haberse alistado durante la guerra –aun cuando aquél contaba con 46 años cuando tuvo lugar el bombardeo de Pearl Harbour- y de haberse beneficiado con el conflicto –sus inversiones eran en una emisora de radio, nada relacionado con venta de material de guerra-).
Pero durante sus primeros años como senador, la actuación de McCarthy no se cruzó con la ola anticomunista, que iba ganando empuje a medida que tenían lugar una serie de acontecimientos internacionales producto del aumento de la presión soviética sobre diferentes escenarios. La sociedad norteamericana tomó conciencia de una realidad: el incremento de la expansión comunista en el mundo. En primer lugar, la precipitación de la crisis china, con el asalto del Ejército Rojo y la expulsión del Gobierno nacionalista, que se establecerá en Taiwan, y la implantación del régimen comunista de Mao. En segundo lugar, conocer que Estados Unidos había perdido la exclusividad del arma nuclear. La noticia del éxito de una prueba nuclear soviética en 1949 causó una fuerte conmoción, sensación que, en algunos casos, fue de indignación entre los grupos republicanos y ultraconservadores, alentados por el clima de pánico propiciado por algunos medios informativos.
En enero de 1945, se constituyó de forma permanente el Comité de Actividades Antiamericanas que, como dijimos, había sido creado en 1938 para vigilar las actividades nazis en EEUU. En octubre de ese mismo año, el Comité inició una campaña contra algunos elementos subversivos en Hollywood que se prolongaría hasta 1953. En ello influyó la idea de que el cine y el mundo del espectáculo tenían que ser símbolo y ejemplo del necesario patriotismo de la sociedad en un momento difícil. Hacía ya tiempo que los excesos del Comité en este sentido eran notorios. En 1939, sus sensacionalistas investigaciones habían empezado a cuestionarse cuando de manera implícita calificó de comunista a una adorable chiquilla de pelo rizado llamada Shirley Temple.
Así, en 1947, bajo la presidencia del demócrata J.Parnell Thomas (un mezquino palurdo más tarde condenado por estafa y encarcelado al demostrarse que se había lucrado con las pagas de secretarios inexistentes), el Comité se embarcó en nueve días de audiencias con supuestos comunistas de la industria del cine. Ahora el equipo de profesionales del Comité incluía a ex agentes del FBI y antiguos miembros del Partido Comunista cuyos archivos conformaban una historia secreta, aunque extremadamente selectiva, del comunismo estadounidense. La cooperación entre dicho equipo y el FBI se convertiría en una de las fuerzas más poderosas en la política estadounidense de la guerra fría.
Son especialmente significativos los procesos contra diez guionistas y directores de escena, los “Diez de Hollywood”, entre los que destacaban Albert Maltz, Edward Dmytriyck y Dalton Trumbo, bajo la acusación de que sus actividades amenazaban la seguridad nacional. La negativa a responder a las preguntas de la Comisión provocaría las acusaciones y condenas por desacato al Congreso. Los productores de cine, en la Declaración Waldorf Astoria, despidieron a los diez sin derechos de compensación y se comprometieron a no contratar bajo ninguna circunstancia a elementos sospechosos de ser o mantener actividades comunistas.
Suele ser menos conocido que aquellos profesionales se encontraron sin apoyo por la sencilla razón de que eran sobrada y sabidamente culpables de las imputaciones que se formulaban contra ellos. Por ejemplo, el actor Sterling Hayden efectivamente militaba en el Partido Comunista americano en 1946. Películas como “La ley del silencio” (1954), de Elia Kazan, de hecho, venían a mostrar lo que opinaba la mayoría de los artistas cinematográficos: que testificar ante el comité era un deber cívico. Al final, más de 300 artistas –directores, presentadores de radio, actores y especialmente guionistas- fueron puestos en la lista negra. Algunos, como Charles Chaplin u Orson Welles, dejaron el país para trabajar en el extranjero. Otros, como Dalton Trumbo siguieron escribiendo bajo seudónimos o nombres de colegas sin obtener el necesario reconocimiento (Trumbo firmaría así los guiones para clásicos como “Vacaciones en Roma”, “Espartaco” o “Éxodo”).
En un ambiente semejante se produjeron situaciones esperpénticas y bochornosas que dicen poco a favor del sistema democrático norteamericano en ese momento. Edward U.Condon era un distinguido físico estadounidense, pionero de la mecánica cuántica, que participó en el desarrollo del radar y las armas nucleares en la Segunda Guerra Mundial. Fue uno de los físicos cuya lealtad a Estados Unidos fue denunciada por miembros del Congreso –incluyendo el congresista Richard Nixon, que pidió la revocación de su acreditación de seguridad- a finales de la década de los cuarenta y principios de los cincuenta. El superpatriótico presidente del Comité de Actividades Antiamericanoas, el diputado J.Parnell Thomas, dijo que el físico “doctor Condon” era el “eslabón más débil” en la seguridad americana. Su punto de vista sobre las garantías constitucionales puede espigarse en la siguiente respuesta al abogado de un testigo: “Los derechos que usted tiene son los que le concede este comité. Determinaremos qué derechos tiene y qué derechos no tiene ante el comité”.
Condon fue llamado ante el Comité, donde el inquisidor, textualmente dijo: “Doctor Condon, aquí dice que usted ha estado a la cabeza de un movimiento revolucionario en física llamado –y aquí leyó las palabras lenta y cuidadosamente- mecánica cuántica. Este comité opina que si usted pudo ponerse al frente de un movimiento revolucionario… también podría estar al frente de otro”.
Condon, levantándose de inmediato, replicó que la acusación no era cierta. Él no era un revolucionario en física. Levantó la mano derecha: “Creo en el principio de Arquímedes, que se formuló en el siglo III antes de Cristo, y creo en las leyes del movimiento planetario de Kepler, descubiertas en el siglo XVII. Creo en las leyes de Newton…” Y así siguió, invocando los nombres ilustres de Bernoulli, Fourier, Ampère, Boltzmann y Maxwell. Este catecismo del físico no le ayudó mucho. El tribunal no era capaz de valorar el humor en un asunto tan serio. Pero lo máximo que pudieron achacarle a Condon era que de joven había repartido periódicos socialistas de puerta en puerta con su bicicleta.
Albert Einstein pidió públicamente a todos los convocados ante el comité que se negaran a cooperar. El dramaturgo Arthur Miller escribió “El Crisol” sobre los juicios de las brujas de Salem en este período. Cuando la obra se estrenó en Europa, el Departamento de Estado le negó el pasaporte con la “justificación” de que su viaje al extranjero no era en el mejor interés de Estados Unidos. La noche del estreno en Bruselas, la obra fue recibida con un aplauso tumultuoso ante el que el embajador de Estados Unidos se levantó e hizo una reverencia. Miller fue convocado por el Comité de Actividades Antiamericanas y amonestado por la sugerencia de que las investigaciones del Congreso podían tener algo en común con las cazas de brujas; él contestó: “La comparación es inevitable, señor”. Thomas sería encarcelado poco después por fraude.
Poniéndolo en perspectiva, si se tienen en cuenta las purgas que los regímenes comunistas estaban realizando en esa época en media Europa, no cuesta comprender hasta qué punto las acusaciones de que Estados Unidos era un país fascista donde no existía libertad resultan un ejercicio de hipocresía, especialmente teniendo en cuenta las simpatías que entre grandes sectores de la intelectualidad europea despertaban los regímenes comunistas..
McCarthy, dicho sea de paso, sigue sin aparecer. De hecho, en 1948 y 1949, la gran estrella del comité fue Richard Nixon, el futuro presidente, que demostró una extraordinaria habilidad en la investigación sobre Alger Hiss. En julio de 1948, Whittaker Chambers y Elizabeth Bentley testificaron y declararon la existencia de dos redes de espionaje prosoviético. Alger Hiss, alto funcionario del Departamento de Estado, fue acusado de formar parte de esta trama de espías y condenado en enero de 1950. La entrada de McCarthy en este torbellino iba a ser posterior.
(Continúa en la siguiente entrada)
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