miércoles, 24 de julio de 2013
De los alimentos a los nutrientes
Si hubieran pasado ustedes un rato en un supermercado de la década de los ochenta, podría haberse dado cuenta de que sucedía algo extraño. La comida estaba desapareciendo poco a poco de los estantes. No es que se esfumara literalmente; no era escasez. No, los estantes y las cámaras frigoríficas estaban repletos de envases, cajas y bolsas de diversos comestibles, y más que aparecían todos los años, pero muchos de los alimentos tradicionales del supermercado fueron sustituidos de manera continuada por los nutrientes, que no son lo mismo.
Donde antes los nombres familiares de comestibles reconocibles –cosas como huevos o cereales para el desayuno- ocupaban los lugares de honor en los coloridos envases que atestaban los pasillos, ahora nuevos términos con resonancias científicas como “colesterol”, “fibra” y “grasas saturadas” empezaron a adquirir importancia y a aparecer en letra grande. Más importantes que los meros alimentos, en general se creía que la presencia o ausencia de esas sustancias invisibles redundaba en beneficio de la salud de los que las comían. El mensaje implícito decía que, en comparación, los alimentos eran cosas bastas, anticuadas y decididamente acientíficas -¿quién podía decir lo que contenían realmente?-. Pero los nutrientes –esos compuestos químicos y minerales de los alimentos que los científicos han identificado como importantes para nuestra salud- brillaban con la promesa de la certeza científica. Si usted comía más de los buenos y menos de los malos, viviría más, se libraría de las enfermedades crónicas y perdería peso.
Los nutrientes existían ya como concepto y terminología desde principios del siglo XIX, que fue cuando William Prout, médico y químico inglés, identificó los tres principales componentes de los alimentos –proteínas, grasas e hidratos de carbono- que después se conocerían como “macronutrientes”. Basándose en el descubrimiento de Prout, Justus von Liebig, el gran científico alemán, considerado uno de los fundadores de la química orgánica, añadió unos cuantos minerales a los tres grandes y declaró que el misterio de la nutrición animal –cómo la comida se convierte en carne y energía- estaba resuelto. Se trata del mismo Liebig que identificó los macronutrientes de la tierra: nitrógeno, fósforo y potasio (que los agricultores y jardineros conocen por sus iniciales en la tabla periódica: N, P y K). Liebig aseguraba que lo único que las plantas necesitaban para vivir y desarrollarse eran estas tres sustancias químicas, y punto. Y otro tanto ocurría con las personas: en 1842, Liebig propuso una teoría del metabolismo que explicaba la vida exclusivamente en términos de un puñado de nutrientes químicos, sin recurrir a fuerzas metafísicas como el “vitalismo”.
Una vez descifrado el misterio de la nutrición humana, Liebig pasó a desarrollar un extracto de carne –el extractum Carnis de Liebig-, que nos ha llegado como cubito de caldo, e inventó el primer preparado para lactantes, que consistía en leche de vaca, trigo, harina malteada y bicarbonato potásico.
Liebig, padre de la moderna ciencia de la nutrición, había puesto a la comida entre la espada y la pared y la había obligado a que revelara sus secretos químicos. Pero el consenso habido tras Liebig respecto a que la ciencia tenía ya una idea bastante clara de lo que pasaba en los alimentos no duró mucho. Los médicos empezaron a darse cuenta de que los niños alimentados exclusivamente con la leche de Liebig no se desarrollaban adecuadamente. (No es de extrañar, dado que el preparado carecía de vitaminas y de varios aminoácidos y grasas esenciales). Que a Liebig podrían habérsele pasado por alto algunas cosillas de los alimentos también empezó a ocurrírseles a los médicos que observaron que los marineros que hacían largos viajes oceánicos enfermaban a menudo, aun cuando tomaran las cantidades apropiadas de hidratos de carbono, proteínas y grasas. Era evidente que a los químicos se les escapaba algo: algunos ingredientes esenciales presentes en alimentos frescos de origen vegetal (como las naranjas y las patatas) que milagrosamente curaban a los marineros. Esa observación llevó al descubrimiento, a principios del siglo XX, del primer grupo de micronutrientes, a los que el bioquímico polaco Casimir Funk, en 1912, volviendo a las antiguas ideas vitalistas de los alimentos, bautizó con el nombre de “vitaminas” (de vita, “vida”, y aminas, compuestos orgánicos que se forman alrededor del nitrógeno).
Las vitaminas hicieron mucho por el prestigio de la ciencia nutricional. Esas moléculas especiales, que en un principio fueron aisladas a partir de los alimentos y más tarde sintetizadas en el laboratorio, curaban a la gente de enfermedades carenciales como el escorbuto y el beriberi casi de la noche a la mañana, lo que demostraba de manera convincente la capacidad reduccionista de la química.
A partir de 1920, las vitaminas disfrutaron del favor de la clase media, un grupo no particularmente aquejado de beriberi ni de escorbuto. Pero la creencia estableció que esas mágicas moléculas también estimulaban el crecimiento de los niños, ayudaban a alargar la vida de los adultos y, dicho con una frase del momento, fomentaban la “salud positiva” de todo el mundo. Las vitaminas habían otorgado cierto glamur a la ciencia de la nutrición y aunque algunos segmentos de élite de la población empezaron a comer de acuerdo con la opinión de los expertos, fue a finales del siglo XX cuando en la imaginación popular los nutrientes pasaron a ocupar el lugar antes reservado a los alimentos a la hora de comer.
No hubo un único acontecimiento que marcara la transición entre comer comida y comer nutrientes. Aunque mirando hacia atrás parece que una pelea política en Washington en 1977, que pasó prácticamente inadvertida, ayudó a que la cultura americana –y, por extensión, occidental- se precipitara por ese camino nefasto y escasamente iluminado.
En respuesta a varios informes que daban cuenta de un aumento alarmante de enfermedades crónicas asociadas a la dieta –entre ellas, cardiopatías, cáncer, obesidad y diabetes-, el Comité del Senado de Investigación sobre Nutrición y Necesidades Humanas, presidido por el senador de Dakota del Sur, George McGovern, celebró varias audiencias para tratar el problema. Ese comité se había formado en 1968 con el cometido de acabar con la desnutrición, y su trabajo había llevado al establecimiento de varios importantes programas de ayuda alimentaria. Procurar por todos los medios solucionar el problema de la dieta y las enfermedades crónicas entre la población en general representaba de alguna manera una expansión indebida de la misión encomendada, pero todo por una buena causa a la que nadie podría oponerse.
Después de dos días de audiencias sobre dieta y enfermedades mortales, los miembros del comité –formado no por científicos o médicos, sino por abogados y periodistas- empezaron a trabajar en la preparación del que tenían todas las razones para suponer que sería un documento nada controvertido llamado Objetivos dietéticos para Estados Unidos. El comité se enteró de que mientras que los índices de cardiopatías coronarias habían aumentado vertiginosamente en Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial, otras culturas con dietas tradicionales a base de vegetales tenían unos índices de enfermedades crónicas sorprendentemente bajos. Los epidemiólogos también habían observado que en Estados Unidos, durante los años de la guerra, cuando la carne y los productos lácteos estaban estrictamente racionados, el índice de enfermedad cardiovascular había caído, de forma pasajera, en picado, para volver a subir de repente una vez que hubo terminado la guerra.
A comienzos de la década de los años cincuenta, un creciente número de científicos sostenía que el consumo de grasas y colesterol alimenticio, que en su mayor parte provenía de la carne y de los productos lácteos, era el responsable del aumento de los índices de la enfermedad cardiaca en el siglo XX. La “hipótesis lipídica”, como se la llamó, ya contaba con la adhesión de la Asociación Americana del Corazón, que en 1961 había empezado a recomendar una “dieta prudente”, baja en grasas saturadas y colesterol procedentes de productos animales. Cierto, en 1977 la hipótesis lipídica carecía de pruebas reales, aún no era más que una hipótesis, pero llevaba camino de obtener el beneplácito de todos.
En enero de 1977, el comité hizo pública una serie de directrices bastante sencillas, exhortando a los norteamericanos a reducir el consumo de carnes rojas y productos lácteos. A las pocas semanas, el comité recibió un aluvión de críticas, procedentes sobre todo de las industrias cárnicas y lácteas, y el senador McGovern (que contaba con muchos ganaderos entre sus electores de Dakota del Sur) se vio obligado a dar marcha atrás. Las recomendaciones del comité se reescribieron apresuradamente. La referencia directa a productos alimenticios concretos –el comité había aconsejado a los norteamericanos “reducir el consumo de carne”- se sustituyó por ingeniosas fórmulas de compromiso: “elija carnes, aves y pescado que reduzcan el consumo de grasas saturadas”.
Dejemos a un lado de momento las virtudes, si es que las tiene, de la dieta baja en carne y/o baja en grasas, y centrémonos por un momento en el lenguaje. Porque con estos sutiles cambios de redacción toda una forma de pensar sobre la comida y la salud sufrió una transformación de capital importancia. Primero, fíjense en que el sucinto mensaje de “comer menos” de un determinado alimento –en este caso, la carne- había volado; no volverá encontrarse en ninguna declaración oficial sobre la dieta. Puede decirse cualquier cosa sobre tal o cual alimento, pero lo que no está permitido es aconsejar oficialmente que se coma menos de uno en particular o la industria en cuestión se merendará al que lo haga.
Pero hay una forma de sortear ese obstáculo inamovible, y fueron los empleados de McGovern quienes la difundieron: No hablemos de alimentos, sólo de nutrientes. Fíjense en que en las directrices corregidas ha desaparecido la discriminación entre entidades tan distintas como la carne de vaca, el pollo y el pescado. Esos tres venerables alimentos, que representan cada uno no sólo una especie diferente sino un grupo taxonómico completamente distinto, son englobados ahora como meros sistemas de reparto de un único nutriente. Fíjense también en cómo el nuevo lenguaje exonera a los alimentos en sí. Ahora el culpable es una sustancia misteriosa, invisible, insípida –y sin conexión política- que puede o no acechar en ellos, llamada “grasa saturada”.
Esta capitulación lingüística no consiguió salvar a McGovern de su metedura de pata. En las siguientes elecciones, en 1980, el lobby ganadero consiguió retirar al tres veces elegido senador, enviando al mismo tiempo una inconfundible advertencia a cualquiera que pusiera en entredicho la dieta norteamericana y en particular el enorme pedazo de proteínas animales que tenían en el plato. En lo sucesivo, en sus directrices dietéticas, el Gobierno evitaría referirse directamente a alimentos enteros, cada uno de los cuales tenía su asociación gremial representada en el Capitolio, las revestiría con eufemismos científicos y hablaría de nutrientes, entidades que pocos (incluidos los científicos) entendían realmente, pero con la notable excepción de la sacarosa, carecían de poderosos lobbys en Washington.
La sacarosa es la excepción que confirma la regla. Sólo el poder del lobby azucarero de Washington puede explicar el hecho de que la recomendación oficial en Estados Unidos del nivel máximo aceptable de azúcares simples en la dieta sea un pasmoso 25% de las calorías diarias. Para que se hagan una idea de lo permisivo que es eso, la Organización Mundial de la Salud recomienda que sólo un máximo del 10% de las calorías diarias provengan de azúcares añadidos, un parámetro que el lobby azucarero norteamericano ha tratado frenéticamente de invalidar. En 2004, consiguió el apoyo del Departamento de Estado de Bush para tratar de modificar esa recomendación y amenazó con presionar al Congreso para que suprimiera la financiación de la OMS a no ser que la organización se retracte.
Todos aquellos que se pronunciaron sobre la dieta norteamericana aprendieron muy bien la lección del fiasco McGovern. Cuando unos años más tarde la Academia Nacional de Ciencias estudió el asunto de la dieta y el cáncer, tuvo cuidado de formular sus recomendaciones de nutriente en nutriente en lugar de citar alimentos, para no perjudicar a los intereses de ningún poderoso negocio. Ahora sabemos que la comisión de trece científicos de la Academia adoptó este enfoque por encima de las objeciones de al menos dos de sus miembros, que argumentaron que la mayor parte de las investigaciones científicas del momento apuntaban hacia conclusiones sobre alimentos, no nutrientes.
Según T.Colin Campbell, bioquímico de la nutrición de la Universidad de Cornell que estaba en la comisión, todos los estudios de población humana que vinculaban las grasas alimenticias y los índices de cáncer mostraban que los grupos con índices más altos de cáncer consumían no sólo más grasas, sino más productos animales y menos vegetales. “Esto significaba que esos cánceres podían perfectamente estar causados por proteínas animales, por el colesterol de la dieta, por algo que se encuentra exclusivamente en alimentos de origen animal o por la ausencia de alimentos de origen vegetal”, escribió Campbell años después. Su razonamiento cayó en saco roto.
También en el caso de los “alimentos buenos”, los nutrientes ganaron la batalla: el lenguaje del documento final destacaba los beneficios de los antioxidantes de las verduras más que las verduras en sí. Joan Gussow, nutricionista de la Universidad de Columbia e integrante de la comisión, expuso sus razones en contra de que se hiciera hincapié en los nutrientes en lugar de en los alimentos enteros: “El mensaje verdaderamente importante de la epidemiología, que era lo único en lo que podíamos basarnos, consistía en que algunas verduras y cítricos parecían proteger contra el cáncer. Pero esos apartados del informe estaban redactados como si la vitamina C de los cítricos o el beta-caroteno de las verduras fueran los responsables de ese efecto protector. Yo seguía cambiando las palabras para hablar de “alimentos que contienen vitamina C y alimentos que contienen beta-caroteno”. Porque, ¿cómo sabemos que no se trata de las otras cosas que contienen las zanahorias o el brócoli? Hay cientos de carotenos. Pero los bioquímicos tenían su respuesta: “No se pueden hacer experimentos con el brócoli”.
Así que los nutrientes se impusieron a los alimentos. El que el comité recurriera al reduccionismo científico tuvo la enorme ventaja de ser a un tiempo políticamente apropiado –en el caso de la carne y los productos lácteos- y, respecto de los herederos científicos de Justus von Liebig, intelectualmente comprensivo. Con cada capítulo dedicado a un solo nutriente, en el borrador definitivo del informe de la Academia Nacional de Ciencias, “Dieta, Nutrición y Cáncer”, se formulaban las recomendaciones en términos de “grasas saturadas”, y “antioxidantes” en vez de “carne de vacuno” y “brócoli”.
Y así, el informe de 1982 de la Academia Nacional de Ciencias contribuyó a codificar el nuevo lenguaje de la alimentación, en el que aún seguimos hablando todos. La industria y los medios de comunicación no tardaron en seguir el ejemplo, y términos como “poliinsaturado”, “colesterol”, “monosaturado”, “carbohidratos”, “fibra”, “polifenoles”, “aminoácidos”, “flavonoides”, “carotenoides”, “antioxidantes”, “prebióticos” y “fitoquímicos” pronto colonizaron gran parte del espacio cultural previamente ocupado por el material tangible antes conocido como “comida”.
Había llegado la era del nutricionismo.
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