martes, 2 de abril de 2013

La Alquimia: ¿fraude o quimera?




Unas veces venerados, otras perseguidos; unos, místicos; otros farsantes; los alquimistas fueron acusados de herejías, embrujos y fraudes. Pero también inventaron muchos útiles de laboratorio y desarrollaron métodos de investigación con los que trabajan los científicos actuales. Sin embargo, su meta fundamental no fue ésa, sino la búsqueda de un universo puro, perfecto y ordenado.

La alquimia trata de las fuerzas sutiles existentes en la naturaleza, así como de las diversas condiciones y estados de la materia. Su saber es una combinación secreta, esotérica e iniciática de ciertos conocimientos extraídos de las ciencias naturales, el empirismo, la metalurgia y la filosofía natural. Una combinación secreta porque sus adeptos ocultan a los legos sus conocimientos; esotérica porque no sustenta sus principios en teorías científicas; e iniciática, porque sólo se adentra en ella quien es guiado por un maestro.

Para los alquimistas, sólo existe, en realidad, una única materia –la materia prima-, presentada, eso sí, en múltiples formas y en diferentes estados. Según la proporción en que estas formas y estados se combinan, surgen los distintos minerales –y, por tanto, los metales-, están vivos, evolucionan y, además, todos –menos el oro y, en menor medida, la plata- son impuros. Ningún ser vivo, ni tampoco sustancia inanimada alguna, es perfecta; ni siquiera el hombre ha logrado completar su perfeccionamiento físico –aún hay enfermedades insuperables- ni espiritual –el hombre está dominado por la maldad.

Los esfuerzos de la alquimia se concentraron en intentar transformar los metales viles en el estado
perfecto del oro y, en general, en la búsqueda de la máxima perfección en todo. A través del proceso alquímico –llamado Gran Obra-, se hace pasar a la materia por una serie de estados –fuego, al ser calentada; aire al ser destilada; agua, al ser enfriada; y tierra, al precipitarse-, mientras se va purificando, para acabar transformándose en la “materia prima” o elemento puro del que procede todo cuanto ha sido creado.

Cuando el alquimista obtiene ese elemento, continúa el proceso hasta obtener la Piedra Filosofal, suma de todas las perfecciones, transmutadora de metales –unos granos suyos convierten en oro cualquier metal vil con que entren en contacto- y, disuelta en el Elixir de la Eterna Juventud o Panacea Universal, curadora de todos los males. La piedra filosofal hará al hombre perfecto al acabar con sus imperfecciones físicas –librándolo de toda enfermedad y otorgándole la inmortalidad- y espirituales –si ha llegado a la meta, es porque posee el conocimiento universal-, y le llevará de vuelta a la felicidad del Paraíso.

Para el alquimista, conseguir la piedra y el elixir no es sólo la consecuencia de un proceso, sino la prueba de que ha conquistado la parcela de verdad a la que dedicó su vida y de que, en consecuencia, él personalmente ha conseguido la felicidad.

Quizás haya que situar las primeras manifestaciones de la alquimia en Alejandría, donde se recopilaron y actualizaron las prácticas pre-alquímicas de las culturas griega, caldea, egipcia y judía. Pero, muchos siglos antes, al otro lado del mundo, en China, ya se daban prácticas alquimistas –con el principal objetivo de fabricar oro-. Los orientales consideraban que, ingiriendo oroj, un hombre podía conseguir poderes ilimitados y, sobre todo, la inmortalidad. Más como el oro es difícil de encontrar en la naturaleza, los alquimistas chinos trataron de fabricarlo artificialmente.

En el siglo X, los árabes comenzaron a practicar técnicas alquimistas basadas en las chinas y griegas,
que conocieron a través de Siria, Persia y Egipto. A ellos debemos los conceptos de elixir de la eterna juventud y piedra filosofal, y entre sus aportaciones a la ciencia destacan el descubrimiento de la sal amoniacada, la preparación de álcalis cáusticos, el descubrimiento de las propiedades de las sustancias animales y la introducción del método de descomposición por destilación para analizar dichas sustancias. Su clasificación de los minerales fue la base de la mayoría de los sistemas que se utilizarían más tarde en Occidente. También fueron quienes acuñaron, entre los siglos VIII y IX, la voz al-kimiya –“alquimia”- sobre la base de la palabra griega “chymeia” –“arte de fusión de los metales”-, que provenía a su vez del antiguo nombre de Egipto, Chem.

El hecho de que muchos alquimistas fueran, además, magos, astrólogos y cabalísticos hizo recaer sobre ellos la sospecha de que practicaban magia negra y brujería. A pesar de que muchos nobles –incluso reyes- y clérigos –incluso papas- la pracitaron, los Estados y la Iglesia pesiguieron durante muchos siglos a sus adeptos, juzgando y condenando a algunos a la hogera –a veces más por defender teorías heréticas, que por sus prácticas-.

En Roma, a finales del siglo III, el emperador Diocleciano hizo destruir los tratados de alquimia y ejecutar a sus adeptos en Egipto. Durante la Edad Media, fueron acusados de magia y alquimia todos los que practicaban la física y la química. El arzobispo de Praga fue perseguido por alquimista por el Concilio de Constanza (1414-18) y un decreto dado en Venecia en 1530 prohibía, bajo pena de muerte, la práctica de la alquimia.

No es de extrañar, pues, que, en este contexto, los alquimistas utilizaran un lenguaje simbólico, secreto y hermético, al que sólo accedían los adeptos iniciados por un maestro; que evitaran ser perseguidos firmando sus obras con nombre falso y atribuyendo sus tesis a autores ilustres –Alberto Magno, Raimundo Lulio o Santo Tomás-, y que, en ocasiones, incluso, dieran a sus obras títulos tomados de las Santas Escrituras para teñir de respetables y cristianas a sus teorías, evitando las peligrosas acusaciones de herejía.

Pero, como es obvio, junto a estos alquimistas científicos surgieron una multitud de farsantes que, de muy distintas maneras, convencían a otros de que conocían el secreto de la transmutación de cualquier metal en oro, cuando, en realidad, su único “saber” era el de “transmutar” de sitio, a su favor, las monedas de oro.

Quizá el más famoso de todos los alquimistas fue Teophrastus Bombastus von Hohenheim
(1493-1541), más conocido como Paracelso –al recordar su sabiduría la del famoso médico romano Celso-, quien ha pasado a la historia, entre otras cosas, por fundar la llamada yatroquímica, una escisión de la alquimia que estudiaba el uso medicinal de todo tipo de sustancias. Paracelso elaboraba estas sustancias a partir de ácidos minerales, sales metálicas, álcalis y todo tipo de plantas, llamadas arcanos. Su doctrina partía de la base de que la enfermedad está provocada por el exceso o el defecto orgánico de una determinada sustancia; en consecuencia, las contenidas en las plantas podrían reequilibrar el organismo, además de alimentarlo y purificarlo. Con ello, Paracelso levantó una barrera entre alquimia y ciencia, sentando las bases de una química basada en medidas exactas, a la que llegó al desarrollar procesos para aislar, mezclar y dosificar las sustancias que forman parte de una mezcla y al intentar, en su faceta de médico, obtener extractos de minerales y plantas lo más puros posibles.

Pese a sus luces y sus sombras, siempre se ha visto en la alquimia el origen de la química actual. No en vano, sus practicantes inventaron alambiques, hornos, matraces, vasos de precipitados, filtros, recipientes de vidrio especiales y otros muchos utensilios, e idearon procedimientos como la sublimación, la destilación, la evaporación, la coagulación, la fusión y la calcinación, que siguen utilizándose en los laboratorios científicos actuales.

Aunque en su momento fueron tachados de locos y visionarios, la ciencia actual ha tenido en cierto modo que darles la razón. Sus teorías sobre la transmutación de los metales, el origen único de la materia y de todas las criaturas, y la composición atómica de todas las sustancias de la naturaleza, aunque rudimentarias, son hoy irrefutables. Por ejemplo, gracias a los actuales aceleradores de partículas ya es posible la transformación de mercurio en oro –aunque a tal coste y poniendo en acción tanta energía que resulta antieconómico.

Otro ejemplo: más de la mitad de la producción mundial de platino se destina a los convertidores
catalíticos de los automóviles. Esto explica el encarecimiento del platino. Recientemente, científicos de la Universidad Penn State utilizaron un láser para separar un electrón de una molécula de carburo de tungsteno, dotándolo de las propiedades del platino. El carburo de tungsteno, compuesto metálico que cuesta una milésima parte de lo que cuesta el platino, no es un metal noble, pero contribuirá a la bajada de precio del platino. Se espera repetir el éxito con grupos de moléculas de carburo de tungsteno y encontrar sustitutos para otros elementos poco comunes. Al igual que los alquimistas, aún no han encontrado la forma de convertir el plomo en oro, pero les basta con imitar el resto de los elementos de la tabla periódica.

Junto a estas coincidencias con la ciencia “oficial”, la actividad de los alquimistas estuvo siempre rodeada de un halo de misterio que enturbió su verdadero papel histórico. Farsantes o ilusos; enloquecidos o soñadores, lo cierto es que los alquimistas –los verdaderos- sólo perseguían la perfección, el conocimiento pleno y la inmortalidad, tres sueños o quimeras comunes a todos los seres humanos.

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