jueves, 20 de octubre de 2011
1994- El genocidio de Ruanda: cien días de infierno (y 3)
(Continúa de la entrada anterior)
Pasó un mes, después otro, y la radio seguía azuzando a los asesinos: “¡las tumbas están sólo medio llenas! ¡Tenéis trabajo que hacer!”.
Hay numerosos testimonios de las víctimas del genocidio ruandés, pero en un estremecedor libro titulado “Machete Season”, publicado en 2003, la periodista francesa Jean Hatfzfeld entrevistó a un grupo de ocho o nueve hombres que habían sido miembros del interahamwe. Su descripción de la masacre en la que tomaron parte es distante, lejana, como si le hubiera sucedido a algún otro, como si no hubiera sido real. Uno de los hombres recordaba:
“Aquella mañana deambulábamos por ahí, buscando tutsis que hubieran podido esconderse en cultivos… Me encontré con dos niños sentados en la esquina de una casa. Estaban tan quietos como ratones. Les dije que salieran, se levantaron, obedecían. Les hice caminar hacia la delantera de nuestra comitiva. Como líder, había recibido hacía poco una pistola además de las granadas. Sin pensarlo, decidí probarla. Puse a los dos niños uno al lado del otro a veinte metros de distancia, me quedé quieto y disparé dos veces a sus espaldas. Para mí fue extraño ver a los niños caer sin un sonido. Fue casi agradablemente fácil. Seguí caminando sin siquiera volver la cabeza para comprobar si estaban realmente muertos. Ni siquiera sé si los llevaron a un lugar más apropiado y los enterraron. Ahora, demasiado a menudo, me asalta el recuerdo de esos niños asesinados sin rodeos, como una broma”.
Hasta cierto punto, a los interahamwe les habían sometido a un lavado de cerebro mediante las constantes consignas del gobierno y estaban “organizados y dirigidos a la misión del asesinato”, como escribió Susan Sontag. Y, sin embargo, muchos de los hombres descritos en el libro “Machete Season” son perseguidos por los recuerdos de lo que hicieron. Uno de ellos relató la primera vez que mató a una persona que le miró directamente a los ojos.
“Los ojos de alguien a quien matas son inmortales si te miran en el instante fatal. Tienen un terrible color negro. Te conmueven más que los ríos de sangre y los estertores, incluso en mitad de un gran torbellino de seres agonizantes. Los ojos de los muertos, para el asesino, son su gran calamidad si los mira. Son la culpa que persigue al asesino”.
En 1998, cuatro años después de la masacre de Ruanda, el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, una corte internacional organizada por las Naciones Unidas, decidió que la conocida como “guerra de las violaciones” fue un elemento propio del genocidio y que podía ser juzgado por esa instancia. La violación es común cuando se dan estas matanzas, como la mutilación sexual de las mujeres, pero la violencia sexual durante el genocidio ruandés alcanzó proporciones sin precedentes. Se estima que entre 250.000 y 500.000 mujeres tutsis fueron violadas; de hecho, un informe de las Naciones Unidas indicaba que casi todas las mujeres solteras o niñas que sobrevivieron al genocidio, lo hicieron siendo víctimas de violencia sexual. El mismo informe indicaba que “la violación era la regla, y su ausencia la excepción”. Muchas de las mujeres fueron violadas por hombres contagiados de SIDA, por lo que miles enfermaron, tuvieron niños no deseados o se vieron forzadas a someterse a abortos.
Un caso horrible pero típico fue el de Louise, una niña tutsi de 17 años, que fue capturada por un grupo de interahamwe, cuyos miembros discutían tranquilamente delante de ella como la iban a matar:
“Entonces, uno de ellos sugirió que me violaran en lugar de matarme. Los tres me violaron por turno. Cuando uno terminaba, se alejaba. Cuando el último terminó, llegó un nuevo grupo de interahamwe. Ordenaron al hombre que me había violado el último, que lo hiciera otra vez. Se negó. Entonces amenazaron con quemarnos vivos a los dos si no me forzaba de nuevo. Así que lo hizo. Cuando terminó, el nuevo grupo de interahamwe me dio una paliza. Entonces dijeron: “OK, vámonos, queremos enseñarte dónde vas a ir”. Me arrojaron al fondo de una letrina… Caí de pie, encima del cuerpo de mi tía. Todavía podía escuchar a los matones hablar. Uno de ellos dijo que aún podría estar viva y sugirió arrojar una granada dentro. Otro contestó: “No malgastes una granada. Un niño tirado desde tanta altura no puede estar vivo”. Se fueron. Traté de trepar, pero había sangrado tanto que me sentía mareada. Me caía. Al final me derrumbé… Cuando vino alguien para sacarme del agujero, no sabía quién era. Me di cuenta que estaba fuera cuando recuperé la consciencia. Vi a un soldado de pie junto a mi…”.
El soldado que vio Louise era un miembro de las RPF tutsis, cuya invasión del país y toma de Kigali, cien días después de que comenzara la matanza, pusieron fin al genocidio. La inacción de la comunidad internacional y su no intervención es una de las grandes tragedias humanas de la guerra. Otros países sabían muy bien lo que estaba ocurriendo. El general Romeo Dallaire, comandante de los cascos azules de la ONU estacionados en Ruanda, envió un telegrama a sus superiores el 11 de enero de 1994 avisándoles de que se estaba preparando una masacre de grandes proporciones, pero las Naciones Unidas jamás hicieron nada.
Informes secretos de la CIA norteamericana también indicaban, tiempo antes de que comenzara la tragedia, que se estaba preparando un baño de sangre. Los servicios de inteligencia belgas y franceses, dos países con estrechos lazos con Ruanda, también tenían conocimiento de la situación. El general Romeo Dallaire, el comandante canadiense de los cascos azules de Ruanda, mandó un fax a la central de esa organización en Nueva York, y allí hicieron la vista gorda. Kofi Annan, el secretario general de la ONU, le ordenó no hacer nada y limitarse a compartir su información con un grupo de diplomáticos –entre ellos los franceses, que por entonces proporcionaban armas a sus aliados del bando extremista hutu- conocedores ya de quién estaba cometiendo el genocidio. Dallaire no lo soportó y volvió a Canadá sumido en una grave depresión. En 2000 intentó suicidarse
Nada se hizo para impedir la violencia. Peor aún. Durante los cien días de masacres, los Estados Unidos, bajo la administración de Bill Clinton, avisó a sus embajadores y portavoces para que no escribieran ni pronunciaran la palabra “genocidio”. En cambio, el gobierno americano utilizaba los términos “caos”, “confusión” y “anarquía” para describir la situación. La palabra “genocidio” tiene tal poder que si cualquier funcionario de alto nivel la usara, su gobierno se vería en la obligación de hacer algo para detener la matanza. Y es que las normas de Naciones Unidas prohíben a cualquier país involucrarse en la política interna de otra nación a menos que se trate de genocidio.
Hay un millar de razones por las que la comunidad internacional no quiso verse envuelta en lo que ocurría en Ruanda. Y hubieran podido intervenir sin enfrentarse a un problema insoluble. Ruanda es un estado pequeño con sólo unas pocas carreteras asfaltadas. Las milicias hutus eran indisciplinadas, disponían de pocas armas y no tenían estrategia alguna. Al revés que en Somalia, habría sido fácil interceptarlos y detener la masacre, y esto lo sabe todo el mundo. El RPF lo consiguió. Al empezar la masacre, este ejército abandonó sus enclaves del norte y aplastó todas las posiciones enemigas que halló al paso, formadas por beodos y drogados, débiles e indisciplinados. Solo que como no disponían de aviación tardaron tres meses en llegar al sur y al oeste, y para entonces ya era demasiado tarde.
¿De que sirve el poder de EEUU y de la OTAN si no se emplea? Los norteamericanos no se opusieron al genocidio porque sus tropas habían fracasado en Somalia y Clinton no quería otro jarro de agua fría. Así se dijo desde la Casa Blanca y desde el Departamento de Estado. En aquella ocasión, por motivos meramente humanitarios –hacer llegar a la gente que moría de hambre la ayuda internacional que estaba siendo robada por los señores de la guerra-, Estados Unidos se había visto arrastrado a una guerra civil. Nadie alabó a Norteamérica en aquella ocasión, ni tampoco los apoyaron, perdieron soldados y se quedaron enganchados en una situación de difícil solución hasta que decidieron retirarse. A priori, Ruanda era un escenario demasiado parecido.
Y en Ruanda todo el mundo lo sabía. Si se hubiera tenido éxito en Somalia, se habría intervenido aquí también. Los historiadores podrán escribir montañas de libros y los políticos pronunciar miles de discursos para negarlo, pero el caso es que hay un millón de cadáveres pudriéndose en fosas sin marcar en Bosnia y Ruanda.
Cientos de somalíes y dieciocho estadounidenses murieron en una noche en Mogasdicio y Estados Unidos se retira. ¿Alguien cree que en Ruanda se les pasó por alto? El genocidio empezó tan solo una semana después de que Estados Unidos retirara sus efectivos de Somalia. Lo primero que hicieron los interahamwe fue matar a diez cascos azules belgas. Les cortaron el pene y se lo metieron en la boca, igual que hizo el señor de la guerra Aidid en Somalia con uno de los estadounidenses. Sabían que la ONU no entraría en combate. Y así fue. Los dictadores, terroristas y rebeldes supieron evaluar hasta qué punto su enemigo representaba una amenaza para ellos. Y en Somalia, lo único que hizo la comunidad internacional fue poner de manifiesto lo peligrosa que NO es.
Las Naciones Unidas suele intentar que las partes en conflicto en una guerra detengan las hostilidades, pero en Ruanda no quiso entender que las matanzas de miles de tutsis no eran el “daño colateral” de una guerra, sino una limpieza étnica en toda regla contra la que se requería una rápida y contundente respuesta militar.
En 1997, la Secretaria de Estado norteamericana Madeline Albright, pronunció un discurso ante la Organización para la Unidad Africana en el que dijo: “Nosotros, la comunidad internacional, deberíamos haber sido más activos en las primeras etapas de las atrocidades de Ruanda en 1994, y llamarlas lo que eran: genocidio”. Varios meses después, en marzo de 1998, Bill Clinton visitó Ruanda y, aunque siguió negándose a utilizar la palabra genocidio, dijo que “es importante que el mundo sepa que estos asesinatos no fueron espontáneos o accidentales… estos sucesos tuvieron su origen en una política destinada a la destrucción sistemática de un pueblo”, palabras que, en realidad, definen lo que es el genocidio.
Está por ver lo que pasará cuando la comunidad internacional se tenga que enfrentar a otro genocidio de las dimensiones del de Ruanda. Lo triste es que la política suele triunfar sobre el altruismo, por la sencilla razón de que la gente no lo reconoce -ni en realidad le importa-. Samantha Power, directora del Human Rights Initiative de la Kennedy School of Government, escribe: “El genocidio ha sucedido tan frecuentemente y de forma tan incontestada en los últimos cincuenta años que una expresión más adecuada que “Nunca Más” para describir las consecuencias de todos estos acontecimientos es “Una y otra vez”. La brecha entre las promesas y los hechos es desesperanzadora”.
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