jueves, 10 de marzo de 2011
La Escuela Nueva y María Montessori: el niño no es un adulto en pequeño
“Dejar hacer lo que quiera al niño que no ha desarrollado su voluntad es traicionar el sentido de la libertad. Porque la libertad es, por el contrario, una consecuencia del desarrollo de la personalidad, alcanzada mediante el esfuerzo y la experiencia personal”. Estas palabras de María Montessori expresan el sentido de su método: ayudar al niño a desarrollar, libre y conscientemente, su personalidad. Toda una apasionante aventura que ella quiso seguir desde un primer momento.
Desde la aparición de las primeras escuelas institucionalizadas en la Edad Media, las universidades, y a lo largo de todo el siglo XIX en que aparecieron las primarias, la escuela se había centrado siempre en los contenidos que había que enseñar y en cómo hacer que el profesor los expusiera con la mayor eficacia docente. Se partía de un supuesto comúnmente aceptado: “El niño es un adulto en pequeño”. Un supuesto falso, como demostró, entre otros, María Montessori.
La llamada Escuela Nueva representa un deseo de entender al ser humano, buscando en la psicología infantil el origen de qué es el hombre. Por eso, aunque la eclosión de este movimiento tuvo lugar en el primer cuarto del siglo XIX, su origen ha de buscarse mucho más atrás. Se reconocen como precursores a personajes tan diversos como Rousseau y Pestalozzi (siglo XVIII) y Froëbel y Leon Tolstoi (siglo XIX). Aunque sólo Pestalozzi y Froëbel dedicaron su vida a la enseñanza y crearon escuelas y métodos –Froëbel fundó los jardines de infancia-, Tolstoi creó una efímera escuela, a la que llamó Yasnaia Poliana, y la principal aportación de Rousseau fue una obra de honda repercusión pedagógica: el “Emilio”. En ella, propone una educación sin disciplina, cercana a la Naturaleza y que respete las inclinaciones naturales del niño. En tal sentido, Rousseau formuló –sin saberlo- los principios básicos de la que después sería llamada Escuela Nueva.
Avanzado el siglo XIX, el filósofo estadounidense John Dewey sería el alma máter de la Escuela Nueva. Su célebre lema “Learning by Doing” (“Aprender haciendo”), resume y, a la vez, pone de manifiesto todo su renovador programa educativo. Su contemporáneo, el alemán Herbart, reconocido como el padre de la pedagogía científica, generó por su parte una forma de entender la educación y el papel docente totalmente centrados en la acumulación de conocimiento por el alumno –logocentrismo-, a los que se opondría el propio Dewey –junto a la sueca Ellen Key-, formulando su instrumentalismo, que propugnaba, como base del aprendizaje, que el niño actuara en libertad. La educación, así, se tornaba por primera vez experimental, conectada con los intereses infantiles reales y mucho más cercana a la vida real.
En 1899, Ferriére fundó en Ginebra la Oficina Internacional de la Escuela Nueva, centro que fue el primero de una cadena cuya mayor importancia fue la de introducir la expresión Escuela Nueva. Ya en el siglo XX, antes de la Primera Guerra Mundial, Claparéde fundó en Francia el Instituto de Ciencias de la Educación Jean-Jacques Rousseau, que pronto vería nacer su homólogo en EEUU con el nombre de The New Education Fellowship.
Pero la Primera Guerra Mundial frenó el proceso de crecimiento de esta nueva corriente educativa, aunque también tuvo, no obstante, un efecto positivo: el desolado panorama del momento influyó en la Escuela Nueva, añadiendo la voluntad de que la educación en los valores sociales y la solidaridad evitaran que el género humano se permitiera de nuevo tal devastación. Con ese fin, en 1920, nacería la Liga Internacional para la Nueva Educación. Lo que en un principio fueron teorías y prácticas aisladas comenzó a consolidarse cuando, en 1940, se convirtió en ley en Francia, a iniciativa de Wallon. La legislación educativa francesa se propagó luego –al menos como fuente de inspiración- a todo el mundo occidental. Esta nueva educación parte de la atención a la psicología del niño –que no aprende como un adulto- para adecuar el contenido a cada caso particular.
Además, la escuela ha de tener relación y adaptarse a la vida extracolegial, basarse en la experiencia vital del propio docente, promover ideales pacifistas y respetuosos del prójimo, valorar la opinión de las familias de los alumnos y, por último, dar el papel de guía del proceso de aprendizaje al maestro.
Por esa vía, la enseñanza llegó, desde el desconocimiento de las diferencias individuales, a colocar en el lugar central la forma personal de aprender de cada alumno. Se pasó de tener a los niños pegados a los pupitres a hacerlos actuar y aprender bajo la guía de la experiencia y del conocimiento de un adulto. Esa evolución, sin embargo, no fue un proceso fácil ni mucho menos. Y en ella tuvo un papel primordial María Montessori.
María Montessori imprimió un gran impulso a la pedagogía científica. Su afán por negarse a las filósofías –“a mí me inspira sólo la realidad”- le hizo aplicar las enseñanzas de las nuevas ciencias al campo del conocimiento del hombre y del niño. Fue la creadora de un método absolutamente empírico, en el que el niño va descubriendo todo por sí mismo, aprendiendo de sus aciertos y errores.
María Montessori nació en la población italiana de Chiaravalle, en la provincia de Ancona, a fines del verano de 1870. Era hija única de un funcionario italiano, austero y riguroso, descendiente de una vieja familia de la nobleza de Bolonia, y de su esposa, una persona creyente, de religión católica, de carácter dulce y bien educada. La pequeña María destacó por su afición al estudio, concretamente hacia las matemáticas –nadie imaginaba por aquel entonces una mujer ingeniero- y la medicina. Finalmente, cuando ya la familia residía en Roma, cursó esta carrera, pero pronto notó cierto vacío profesional a su alrededor. Una mujer médico sólo debía dedicarse a las enfermedades propias de su sexo, y no era este el camino de la joven María. Así, aunque en 1896 se convirtió en la primera mujer doctora en medicina de Italia, en pocos años alcanzó otro doctorado: en pedagogía. María Montessori, a la que no arredraban las dificultades, había encontrado su camino: sería maestra de niños, pero con un alto nivel universitario.
En los albores del feminismo, María siguió también los progresos de la mujer en su lucha social. Colaboró con el movimiento feminista, que tenía su centro en Londres, pero no tardó en darse cuenta que su lugar estaba al lado de los niños: “Trabajar a favor del niño, con la intención prodigiosa de salvarlo, equivaldría a conquistar el secreto de la humanidad”, afirmaría más tarde en uno de sus libros, titulado, sencillamente, “El niño”.
Marginada de la enseñanza universitaria, María Montessori se introdujo en un campo poco apreciado: la psiquiatría. Fue nombrada ayudante de la Clínica Psiquiátrica, visitó los manicomios y los orfelinatos, interesándose por las patologías infantiles de tipo mental. Luego continuaría sus estudios en Londres y París, donde se centró en el estudio del caso del salvaje de Aveyron, un niño encontrado en estado salvaje y que, a pesar de no hablar, era totalmente normal. Lo que escribieron sobre él el psicólogo Itard –que convivió con él- y el médico Seguin, que profundizó en su estudio, cayó en manos de María, que lo utilizó como base para su trabajo con niños frenasténicos. Su entusiasmo y su eficacia hicieron que el ministro de Instrucción Pública le encargase una serie de conferencias dedicadas a docentes en educación especial y, posteriormente, la dirección de la Escuela Normal de Ortofonía durante dos años. En 1898, asistió en Turín a un congreso sobre educación especial y preparación del maestro de niños deficientes. Poco a poco, su seguridad en que un método mejor adaptado era clave a la hora de educar la llevó a aseverar que los métodos empleados con sujetos especiales eran igualmente idóneos para sujetos normales.
Fue entonces cuando decidió emprender una obra apasionante. En 1907 abrió en Roma la primera de sus escuelas especiales, las “Case dei Bambini”. En ella, se acogía a todos los niños menores de seis años que por diferentes motivos, no podían ser atendidos por sus familias durante el día. Pronto, la Casa de los Niños comenzó a ser reconocida, incluso internacionalmente, y empezó a atraer a una auténtica riada de pedagogos y educadores de todo el mundo.
María Montessori pensaba que dentro de todo niño duerme un hombre al que hay que facilitar que salga creando un ambiente adecuado, libre y respetuoso con las espontáneas manifestaciones del niño, aunque manteniendo un constante seguimiento de él. En su época, la escuela funcionaba con una rígida disciplina de premios y castigos, incluso corporales. Su rechazo de tales métodos la llevó a pensar que educar es dejar que se desarrolle el niño, más que intentar que se adapte.
Por entonces se hizo mayoritaria la opinión de que el desarrollo de la inteligencia proviene primordialmente de las sensaciones. De ahí que la estimulación sensorial fuera la base del método Montessori. Para ello creó un material específico, muy novedoso, que permitiera al alumno experimentar con los cinco sentidos. Así, en pocos años, el “método Montessori” aportó algunos elementos inéditos hasta entonces en las escuelas: ábacos de colores, cubos de madera de distinto tamaño, letras de alfabeto recortadas en papel de lija, pegadas a gruesos cartones, que los niños podían reseguir con los dedos mientras tenían los ojos vendados…
Pero no sólo el material era importante para ella; el mismo ambiente del aula debía ser hermoso, estéticamente estimulante y atractivo. Ésta es una de las características externas más innovadoras de la Escuela Nueva. Montessori fue la primera que adaptó lavabos, percheros, libreros, estanterías… para que el niño pudiera manejarlos como lo hace un adulto.
Durante las clases, sólo se impone al niño una restricción: antes de utilizar un material, ha de devolver a su sitio el anterior. El maestro recibe el nombre de director, pero su papel es casi inapreciable, ya que lo único que tiene que hacer es guiar: fijar conceptos básicos y presentar el material, de modo que el alumno descubra e identifique los conceptos, pero mediante un conocimiento propio, no impuesto. Por ejemplo, el maestro no explicará qué es un cuadrado, sino que lo enseñará en diferentes tamaños, con diferentes texturas y colores y sugerirá al niño un juego con cuadrados. Al fin, éste accederá por sí solo a la noción de cuadrado, yendo de la realidad al concepto.
En este tipo de escuelas no había castigos ni premios: “ni palo ni zanahoria”, como decía. Eran, sencillamente, las “casas de los niños”. Y los pequeños se encontraban tan a gusto en ellas que algunos lloraban porque el domingo no podían ir.
La científica María era a la vez hegeliana y cristiana: su espíritu le aconsejaba sumar, no restar. No todo el mundo lo entendía así, pero la joven no sólo era testaruda, sino que creía en su propia causa y su propia moral. Una moral que le causaría bastantes problemas. Tuvo un hijo, al que llamó Mario y al que amó tiernamente, pero de cuyo padre no habló jamás. Y sin embargo, ella afirmó rotundamente: “Los niños tienen un profundo sentimiento de su dignidad personal. Su alma queda con frecuencia herida más allá de lo que un adulto pueda imaginar. Por eso, una característica esencial de nuestro método consiste en respetar la dignidad del niño en un grado jamás alcanzado hasta ahora”.
Las escuelas se fueron extendiendo más allá de Italia: Inglaterra, Francia, Holanda, España, Norteamérica, Japón, la India… donde tuvieron una magnífica acogida. Incluso un personaje conflictivo como Mussolini admiró el método Montessori y protegió las nuevas escuelas. Pero cuando ella se dio cuenta de que el fascismo quería manipular a la infancia, se enfrentó con el dictador. La respuesta fue inmediata: clausura de las escuelas en Italia y expulsión de la “doctora”, que se instaló en la España republicana, concretamente en Cataluña. Por poco tiempo: la guerra de 1936 provocó su huída a Inglaterra, y en 1939, al estallar la Segunda Guerra Mundial, a la India. Allí fue muy bien recibida: su amistad con Gandhi le había abierto nuevos caminos. Sin embargo, al poco tiempo fue internada por los ingleses en un campo de prisioneros hasta el final de la guerra.
Otra persona se hubiera rendido pero la infatigable doctora Montessori no. Volvió a Europa, se instaló en Holanda, y desde allí coordinó la red mundial de escuelas esparcidas por todo el mundo. Pero todo tiene su fin y María Montessori, profundamente apenada por todo lo que había significado la Guerra Mundial, murió cerca de su escuela de Amsterdam, en 1952.
Montessori hizo una aportación trascendental a la pedagogía, al introducir elementos de análisis científico en la escuela. Sus prácticas se basan en estudios psicológicos, no en teorías no contrastadas. En suma, María Montessori fue un genio de la pedagogía que partió de su saber médico para crear un método muy avanzado, cuya repercusión es evidente en la enseñanza actual. Su testamento es un método, sus escuelas y sus libros. En el último que publicó, “La mente absorbente del niño”, escribió un pensamiento que deberíamos meditar siempre: “No eduquemos a nuestros hijos para el mundo de hoy. Este mundo ya no existirá cuando ellos sean mayores. Por eso, debemos ayudar al niño a cultivar sus facultades de creación y de adaptación”. Toda una lección.
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En medio de una preparación de una clase de inglés, estoy maravillada con esta heroína para muchas generaciones. Que gran mujer!
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