sábado, 26 de febrero de 2011
Casanova, amante y fracasado
La palabra Casanova ha pasado a casi todas las lenguas como sinónimo de libertino y seductor. Equivalente de don Juan –uno de los prototipos nacidos en el seno de la literatura española-, la diferencia con Casanova es que éste fue un personaje real y que además no le faltó el interés por el mundo esotérico ni por aventuras que excedieron del mundo de lo amoroso.
Giacomo Girolamo Casanova nació en Venecia el 2 de abril de 1725, en la calle de la Commedia, quizá como un indicativo premonitorio de lo que seria su vida. Sus padres eran también actores y se llamaban Gaetano Giuseppe Casanova y Zanetta Farussi. Con posterioridad, Casanova pretendería que su verdadero padre era un noble veneciano llamado Michele Grimani, pero no está suficientemente documentado y resulta más que posible que el vividor tan sólo pretendiera dotarse de sangre aristocrática.
Las frecuentes ausencias de sus padres –a fin de cuentas, cómicos de profesión- hizo que la educación del pequeño Giacomo recayera en su abuela materna, Marzia Farussi. De creer a Casanova, sus primeros años se caracterizaron por un estado de perpetua dolencia que sólo desapareció en 1733 gracias, según él, al uso de la magia. Fue precisamente este mismo año en el que falleció su padre.
En 1734, Casanova fue enviado a Padua, donde estudiaría con el doctor Gozzi, Sería precisamente en esta casa donde conocería por vez primera las delicias del amor al enamorarse de Bettina, la hija pequeña de su preceptor.
En 1738, Casanova era ya un estudiante de Derecho en Padua, aunque fue común que se presentara sólo a los exámenes y que pasara el resto del año en Venecia. Dos años después, con el respaldo del sanador y aristócrata Alvise Malipiero, fue tonsurado con la intención de seguir la carrera eclesiástica, posiblemente la más democrática de la época en la medida en que permitía ascender socialmente a gente de la extracción más humilde pero dotada de talento. El joven Casanova ansiaba ciertamente trepar por la escala social, pero, sin duda, no estaba hecho para llevar los hábitos. Aunque recibió las órdenes menores en enero de 1741 y se convirtió en abate, no se privó de vivir distintas aventuras amorosas.
En 1742, Casanova se doctoró en Derecho civil y canónico en la Universidad de Padua e ingresó en el seminario de San Cipriano. Duró poco. El muchacho apuntaba ya más que de sobra las maneras que lo caracterizarían en los años siguientes y lo acabaron expulsando por conducta inmoral.
Durante los años inmediatamente posteriores, Casanova desempeñó un par de cargos relacionados con eclesiásticos, pasó por la cárcel en alguna ocasión y siguió viviendo aventuras amorosas, como la mantenida con Bellino, un castrato que, al fin y a la postre, resultó ser una mujer llamada Angiola Calori.
En 1746, Casanova conoció a un aristócrata veneciano llamado Matteo Giovanni Bragadin que le permitiría aprovecharse de su capacidad para engañar al prójimo. Bragadin tenía, como tantos nobles de la época, un cierto interés por lo esotérico y Casanova llegó a convencerle de que sus conocimientos de medicina procedían de una fuente sobrenatural. Como consecuencia de ello, Bragadin convirtió a Casanova en una especie de hijo adoptivo y le proporcionó una abundante cantidad de dinero que permitió al joven vividor llevar la existencia de un aristócrata adinerado durante un trienio.
Sin embargo, aquel coqueteo con el ocultismo –que, posiblemente, no pasó de mera charlatanería encaminada a obtener dinero- acabó teniendo sus consecuencias. En 1749, Casanova tuvo que huir de Venecia porque había llamado la atención de la Inquisición.
Trasladado a Cesena, Casanova viviría uno de los grandes amores de su vida, el que tuvo como objeto a una mujer llamada Henriette. La historia concluiría en febrero de 1750, cuando Henriette decidió abandonar a Casanova y regresar con su familia. Fue precisamente entonces cuando el joven veneciano, de camino a París, fue iniciado en la masonería.
La ceremonia tuvo lugar en Lyon, mientras se dirigía a París, y, desde luego, no puede decirse que resultara exenta de beneficios. A partir de ese momento, Casanova, que hasta entonces se había movido tan sólo por el norte de Italia, decidió conocer mundo y su pertenencia a la masonería le proporcionaría una pléyade de contactos que le serían de especial ayuda. Naturalmente, cabe pensar por qué nadie en la masonería se preguntó sobre la conveniencia de permitir la iniciación de Casanova. Sin embargo, bien mirado, no le faltaban credenciales: había abandonado el sacerdocio, le perseguía la Inquisición, supuestamente contaba con conocimientos ocultistas y debía de tener un cierto encanto personal. En conjunto, resultaba más que suficiente.
En 1750, Casanova llegó a París. Su primera estancia estuvo fundamentalmente destinada a dominar las costumbres francesas y a seducir a Manon Balletti, la hija de una familia de intachable conducta. Tras pasar por Dresde, Praga y Viena, tres años después Casanova volvía a encontrarse en Venecia. En esta ciudad, el aventurero intentaría conseguir la mano de Caterina Carpeta, la hija de un próspero comerciante. Sin embargo, el padre de la muchacha no estaba dispuesto a ver a su hija en manos de un libertino y procedió a recluirla en un convento.
Casanova, que no tenía mucha intención de trabajar como el resto de los seres humanos, volvió a reanudar su relación con Bragadin, que tan pródigo había sido con él, y a explotar sus presuntos poderes ocultos. Como no podía ser menos, la Inquisición volvió a fijarse en él y durante la noche del 25 al 26 de julio de 1755 lo arrestó, confinándolo en una prisión que se hallaba en el palacio ducal. De manera nada sorprendente, entre las pruebas incriminadoras que encontró la policía veneciana se encontraban sus vestimentas de masón.
Quizá otra persona se hubiera sentido acabada tras un episodio de ese tipo. No fue, desde luego, el caso del veneciano. Durante la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre de 1756 consiguió escapar de su encierro y se encaminó a París, adonde llegó a inicios de 1757. Había escapado de la Inquisición y contaba con el respaldo de sus hermanos masones, de manera que fue recibido en la capital francesa como un verdadero héroe.
No resulta extraño que tras ver la reacción de la sociedad bien pensante ante sus acciones decidiera perseverar por ese camino. Se convirtió así en uno de los creadores de la lotería nacional francesa –lo más tolerable de sus actividades en aquellos años- y encontró a otra persona a la que estafar con sus supuestos poderes mágicos. En esta ocasión se trató de la marquesa de Urfé. Como antes y después habían hecho otros charlatanes, Casanova se refirió a un conocimiento oculto que poseía e incluso prometió a la aristócrata que podría garantizarle el hecho de volver a nacer, pero esta vez dotada de sexo masculino. La marquesa creyó en todo a pies juntillas y durante los siguientes siete años se convirtió en la víctima ideal de Casanova. En el curso del tiempo que duró su relación, el habilísimo masón aventurero logró aligerarla del peso de no menos de un millón de francos de la época.
Con todo, el tren de vida que llevaba Casanova era demasiado despilfarrador como para depender únicamente de estafar a la pobre marquesa de Urfé. Así, en 1759 vendió su participación en la lotería e invirtió en una fábrica de seda. El negocio concluyó con Casanova encarcelado por sus socios y acreedores que le culpaban de fraude. Logró salir de la prisión gracias a la marquesa de Urfé, pero antes de que acabara el año era encausado por falsificar documentos mercantiles. Obligado por las circunstancias, el veneciano decidió abandonar Francia.
En el curso de los años siguientes, Casanova se dedicó a recorrer distintos lugares de Europa, llevando un tipo de vida aún más escandaloso si cabe. No le fue bien. En Colonia le acusaron de impago; en Stuttgart se vio mezclado en un turbio asunto de juego y encarcelado… no sorprende que en medio de tantos avatares, a su paso por Suiza, llegara a acariciar la idea de hacerse monje y abandonar aquella suma de desazones. La vocación religiosa le duró hasta que conoció a la joven baronesa de Roll, a la que se dedicó a perseguir. Desde luego, hay que reconocer que la capacidad para el engaño del veneciano era verdaderamente prodigiosa. Antes de que acabara el año –masón y delincuente- fue recibido por el papa Clemente XIII, que le nombró caballero de la orden papal de la Santa Espuela. No era la primera vez que un masón engañaba a la Santa Sede. No iba a ser tampoco la última y, desde luego, resulta bien revelador el comentario que Casanova realiza en sus memorias sobre el clero de Roma al afirmar que varios cardenales y prelados pertenecían a la masonería. Quizá ahí se encuentre la clave del reconocimiento que el papa dispensó al hermano Casanova.
En 1762, tras un dilatado periplo italiano, Casanova se hallaba de nuevo en París. Necesitaba dinero y recurrió, como era de esperar, a madame de Urfé. Sin embargo, a esas alturas, la aristócrata deseaba, lógicamente, alguna prueba más sustancial de los poderes ocultos del veneciano. Sin arredrarse, Casanova anunció a la marquesa que su regeneración estaba a punto de llevarse a cabo e incluso se procuró la colaboración de su amante de la época, Marianne Corticelli. El primer intento se llevó a cabo en el castillo familiar de la dama, situado en Pontcarré. Resultó fallido y entonces se fijó como lugar para una segunda acción Aix-la-Chapelle. Fue justo en ese momento cuando la situación comenzó a complicarse para el veneciano. La Corticelli pidió más dinero so pena de contar a madame de Urfé que Casanova tan sólo pretendía estafarla y el aventurero –por enésima vez- engañó a la crédula aristócrata. No fue difícil. Bastó con que le dijera que la Corticelli estaba poseída por un espíritu inmundo y con que anunciara que la ansiada regeneración tendría que esperar.
No esperó mucho. Al año siguiente, 1763, y esta vez en Marsella, madame de Urfé fue sometida a la ceremonia de regeneración. Se trataba, sin duda, de una apuesta arriesgada porque aquélla consistía, nada más y nada menos, en que Casanova mantuviera relaciones sexuales con la aristócrata y así la “impregnara”. Del embarazo fruto de ese coito mágico debía nacer, según las promesas de Casanova, una criatura que causaría la muerte de la marquesa y, a la vez, serviría de receptáculo para que siguiera viviendo otra existencia, esta vez como varón. No existen datos de que Casanova hubiera sido muy fecundo hasta ese momento y, para desgracia suya, tampoco lo resultó en la supuesta ceremonia de regeneración. Las consecuencias fueron fatales. Al descubrir que no estaba encinta, madame de Urfé perdió totalmente la fe en el hombre que la había estado estafando a lo largo de siete años y Casanova se vio privado de una generosa fuente de ingresos. El año terminó muy mal. El veneciano, a pesar de su experiencia, se enamoró de Marianne Charpillon, una prostituta que lo humilló una y otra vez y lo arrastró prácticamente a la ruina. No sorprende que el propio Casanova asegurara tiempo después que en ese momento había dado inicio el declive de su existencia.
Con todo, Casanova podría haber salido adelante con relativa facilidad. Su hermano masón, Federico de Prusia, le ofreció precisamente un puesto como jefe de un cuerpo de cadetes de Pomerania que le aseguraba un buen pasar. Sin embargo, el veneciano ignoraba que lo peor estaba por venir, era aún joven, ansiaba nuevos placeres y, bastante desilusionado, rechazó el ofrecimiento.
Hasta el 15 de noviembre de 1774, en que se le permitió regresar a Venecia aunque de manera temporal, la vida de Casanova fue un continuo vagabundear por diferentes naciones europeas –Polonia, Rusia, Francia, España…- sin conseguir asegurarse una fortuna y dando con sus huesos más de una vez en la cárcel.
El regreso a su ciudad natal estuvo cargado de esperanzas. Sin embargo, la realidad no resultó halagüeña para el ya maduro aventurero. Intentó, primero, ganarse la vida con actividades literarias, pero no lo consiguió. Finalmente, acabó sirviendo como informador de la Inquisición, la misma institución que le había tenido encarcelado tiempo atrás, y complementando esos ingresos con los derivados de actuar como secretario a ratos perdidos de un diplomático genovés llamado Carlo Spinola. Fue precisamente la relación con ese personaje la que precipitó un nuevo descenso de Casanova en la escala social.
Carlo Spinola tenía un pleito pendiente a causa de una deuda con un tal Carletti. Casanova se prestó, a cambio de una comisión, a solventar la situación y con esa finalidad se dirigió al palacio de un noble llamado Carlo Grimani, donde se encontraba Carletti. Lo que debía haber servido para zanjar un problema, ocasionó otro. Carletti rechazó las pretensiones económicas de Casanova y, en un momento determinado, Grimani le apoyó. Finalmente, la discusión concluyó a golpes y Casanova, un hombre de cierta edad y de no buena situación social, llevó la peor parte. Sin embargo, una cosa era que se le humillara y se dudara de su valor y otra bien distinta que estuviera dispuesto a abandonar la idea de la venganza. Al poco tiempo salió a la luz una alegoría titulada Né amori né donne, en la que se podía ver con bastante facilidad que Casanova alegaba que era hijo ilegítimo de Michele, el padre de Carlo Grimani, y que éste, a su vez, era el bastardo de otro noble veneciano. La satisfacción del desquite duró poco. El 17 de enero de 1783, Casanova tuvo que abandonar Venecia perseguido por las autoridades.
Durante los siguientes meses, la vida de Casanova fue un continuo vagabundear por Europa a la busca de un empleo que le asegurara la supervivencia. Del apuro le sacaría un hermano masón, el conde Josef Karl Enmanuel von Waldstein, que tenía un interés enorme por el ocultismo y que ofreció al veneciano un puesto como bibliotecario en su castillo de Dux, en la actual República Checa. En otro tiempo, Casanova hubiera rechazado la oferta como había hecho, por ejemplo, con la de Federico el Grande años atrás. Sin embargo, ahora no podía permitirse ese lujo. Aceptó el cargo y dio inicio a un periodo de su vida especialmente amargo.
Aprovechando que el trabajo que tenía que realizar no era pesado y le dejaba mucho tiempo libre, intentó relanzar su nunca triunfante carrera literaria y encontrar un empleo que le permitiera abandonar Dux. Fracasó en ambas pretensiones. Sus escritos –no pocos de ellos inéditos al tener lugar su fallecimiento- no alcanzaron el éxito y los empleos también brillaron por su ausencia, a pesar de que, una vez más, recurrió a sus hermanos masones, como fue el caso de Mozart, con el que se encontró en Praga en 1787.
La amargura de verse sin recursos, dependiente, humillado incluso por algunos de los sirvientes del castillo, acabó precipitando a Casanova en una depresión de cuyos efectos intentó liberarse redactando la “Historia de mi vida”. Iniciada en 1790, la primera redacción estaba concluida dos años después y constituye un fresco interesantísimo de la vida en el siglo XVIII, un siglo que se ha presentado propagandísticamente como el de las Luces y en el que, por el contrario, las clases y los personajes más supuestamente iluminados estaban inficionados por la afición al ocultismo, la credulidad más supersticiosa y la más despiadada amoralidad. De manera bien significativa, el relato se detiene en 1774, con su regreso –ilusionado y frustrado- a su Venecia natal. La obra no sería publicada completa hasta la década de los años sesenta, ya en pleno siglo XX.
En 1797, la República de Venecia desapareció tras ser invadida por las tropas de Napoleón. Es posible que Casanova hubiera deseado regresar entonces a su ciudad natal, pero en abril de 1798 una infección del tracto urinario convirtió en imposible un viaje semejante. Moría el 4 de junio de 1798. El príncipe de Ligne, testigo de sus últimos momentos en este mundo, afirmaría que había dicho: “He vivido como un filósofo y muero como un cristiano”.