
“Vale más –decía Gulbenkian- tener un trozo pequeño de un pastel grande que un trozo grande de un pastel pequeño”. Y lo demostró.
Al final del siglo XIX, el petróleo no interesaba en absoluto a los franceses. Gentes rutinarias, basaban todo el desarrollo de su industria en el carbón que el subsuelo de su patria suministraba en abundancia. El nuevo recurso tenía mala reputación: no sólo despedía un olor pestilente que lo hacía impopular en los lugares donde se refinaba, sino que, además, para muchos su futuro comercial parecía muy incierto. En realidad, hasta el gran auge de la industria automovilística sólo se utilizó como combustible para el alumbrado, como grasa para las máquinas de vapor y como medicina, totalmente ineficaz, por cierto, contra la bronquitis, la tuberculosis y la gonorrea. Huelga decir que, a pesar de la relajación de las costumbres, todavía se vendía en cantidades muy pequeñas en las trastiendas de las droguerías y que nadie (o casi nadie) podía prever el gigantesco mercado que le iba a abrir la joven industria de los motores de explosión.
Por tanto, el artículo que la “Revue des Deux Mondes” publicó con fecha del 15 de mayo de 1891, firmado por un tal Calouste Sarkis Gulbenkian, pasó totalmente inadvertido. El autor, un desconocido, hacía una vibrante defensa de los hidrocarburos y en especial del petróleo de Bakú, el único capaz, según él, de permitir que Europa compitiera con la ya dominante Standard Oil del señor John Rockefeller. En su artículo exponía con entusiasmo su intención de “animar a algunos ingenieros franceses para que, por fin, se decidiesen a ir al país del petróleo” y en un arranque lírico, concluía hablando de “el próximo y definitivo triunfo del petróleo ruso”.
Por muy persuasivo que fuese, el joven sólo encontró un desierto de incomprensión. No consiguió convencer al gobierno ni a los financieros ni a los ingenieros franceses de lo bien fundadas que eran sus opiniones. Y esto (todo hay que decirlo), porque su demostración se basaba en una intuición cuyo carácter erróneo iba a demostrarse con el tiempo: la idea de que la industria petrolera americana, y en especial la Standard Oil de John Rockefeller, estaba condenada (no explicaba exactamente por qué) a un declive irremediable.
Además, en aquellos tiempos de esplendores imperiales y de Exposición Universal, los franceses no podían considerar seriamente que algo importante pudiese existir fuera de ese ombligo del mundo que para ellos era su país. Por tanto, no se dignaron conceder la menor atención a ese aceite maloliente que el joven armenio les ponderaba con un talento incomparable, y del que, por una extravagancia de la naturaleza, carecía su subsuelo. Si en su país había carbón en abundancia, ¿para qué se iban a embarcar en campañas de prospección tan costosas como inciertas? Escucharon, pues, al joven con el oído distraído, contemplaron con indulgencia teñida de desprecio su aspecto de comedor de lukums y resolvieron que en lugar de ir a darles lecciones a ellos sobre lo que era modernidad, más le valdría quedarse en su sitio y vender alfombras, como acostumbraban a hacer sus convecinos turcos.
Se necesitaba mucho más para desanimar a Calouste. Como buen oriental, tenía el comercio en la sangre. Había venido a Europa con la firme decisión de hacer fortuna y no pensaba regresar a su país con las manos vacías.

En el Imperio Otomano, donde la diplomacia era para los armenios una simple cuestión de seguridad, bajo la dirección de su padre y de su tío, el chico se inició a partir de los 19 años en todos los matices del oficio de hombre de negocios, que iba a ser el suyo. Aprendió a desconfiar de todo, a informarse acerca de todo y especialmente a ocultar siempre sus pensamientos bajo un velo impenetrable, costumbre que contribuyó en gran parte a su éxito.
Infatigable, recorría continuamente el país a caballo: durante años fue de factoría en factoría, de banco en banco, de bazar en bazar, aprendiendo con un apetito voraz todo lo que algún día le podría servir. Como además gozaba de un prodigioso sentido para el cálculo mental, Calouste desarrolló en un tiempo record las dotes de negociante que la naturaleza y la herencia le habían legado.
Pero fue en Bakú, durante uno de sus innumerables viajes, donde su vocación se reveló realmente. Había ido a aprender a una de las grandes firmas petroleras que los rusos habían instalado y que eran un ejemplo de impericia, ineficacia y falta de profesionalidad.

Calouste adoraba París, cuyos placeres saboreaba con una sensualidad muy oriental a pesar de trabajar muchísimo. Además, la pensión confortable que le pasaba su padre le permitía dedicarse a ellos sin problemas. Pero, ante la indiferencia de los parisinos, tuvo que decidirse, muy a su pesar, a embarcarse hacia una Inglaterra cuyas nieblas cargadas de humo de fábricas, cuya indigesta cocina y austera moral victoriana odiaba a partes iguales.
Sin embargo, Calouste encontraría muchas razones para felicitarse por este heroico sacrificio. En Londres, su idea encontró, si bien de forma indirecta, el eco que no encontró en Francia. Por supuesto, los súbditos de Su Graciosa Majestad vivían en un país cuyo subsuelo estaba también repleto de carbón, y no tenían más interés por los hidrocarburos que los habitantes de las orillas del Sena. Al igual que éstos, también odiaban el olor de las refinerías. Pero el Foreign Office

Por consiguiente, y a pesar de su juventud y del carácter poco realista de sus ideas acerca del petróleo –su entusiasmo siempre provocaba sonrisas-, Gulbenkian recibió una buena acogida por parte de los políticos y de los financieros del Reino Unido. Este armenio de aguda inteligencia se convirtió para todos en “el hombre de Bakú”. Negociador nato, con un conocimiento perfecto de la región, Gulbenkian lo tenía todo para convertirse en el hombre providencial con el que el gobierno iba a poder contar para llevar adelante una hábil diplomacia en esa parte del mundo.
En 1902, le concedieron a Calouste Sarkis Gulbenkian la nacionalidad británica y, con el apoyo de varios hombres influyentes, pudo iniciar seriamente sus propios negocios. Tal vez fuera una coincidencia, pero aquel año precisamente, Inglaterra decidió equipar a sus buques de guerra con calderas de fuel, y se produjo así una razón más para interesarse por el Cáucaso y su petróleo. Por consiguiente, las cosas se presentaban muy favorables para el armenio que, a pesar de todo, seguía siendo el único que creía verdaderamente en el radiante porvenir del oro negro.
Además, las vicisitudes de la política internacional iban a acelerar la realización de sus ambiciones. El proyecto alemán de una línea de ferrocarril que debía unir Estambul con la Meca y Bagdad, y que tenía como objetivo no declarado el dominio de Alemania sobre la producción y el comercio del petróleo en Europa, suponía una amenaza directa sobre la ruta de las Indias. La reacción inglesa iba precisamente en el sentido deseado por Gulbenkian: una política ambiciosa en el Próximo Oriente y una alianza cordial con Francia a fin de impedir los objetivos expansionistas de los alemanes… Ya conocemos el resto.
No obstante, en estos delicados asuntos políticos, las preocupaciones del Foreign Office seguían

La jugada genial de Calouste Gulbenkian consistió en vender, o más exactamente, canjear estas acciones con algunas compañías extranjeras (francesas y americanas sobre todo) a cambio de una renta anual del 5% sobre los beneficios de la sociedad. A primera vista, si se tiene en cuenta la dimensión relativamente modesta de la empresa, el trato parecía absurdo. Al enterarse de la noticia, muchos financieros se llevaron el dedo a la sien con una sonrisa indulgente: “¡Está loco, loco de remate! ¡Más le valdría vender alfombras!” Esta fue la opinión general. Y, en efecto, en comparación al 40% de su participación inicial, el 5% de interés parecía una miseria. La única ventaja del acuerdo estaba, pensaban ellos, en permitir a Calouste salir airoso al retirarse de una asociación cuyos socios sólo deseaban eliminarse entre sí.

Después de la Primera Guerra Mundial, volvió a vivir en París, donde estaba su corazón y donde le esperaba el espléndido edificio que se había construido. Prefería, sin embargo, el ambiente animado y novelesco de los grandes hoteles de lujo, así que fijó su residencia en el Ritz; sólo utilizaba su magnífica vivienda para almacenar obras de arte, maravillas del siglo XVIII francés que los anticuarios del mundo entero venían a ofrecerle. Mientras que su mujer –que vivía del en hotel George V- alimentaba la actualidad mundana con su presencia en todos los lugares de moda, Calouste prefería el incógnito y sólo aparecía en público para satisfacer sus dos grandes pasiones de entonces: las carreras de caballos y el baile.
La actividad febril e incesante a la que debía su inmensa fortuna no había impedido que “el señor 5%” se casara y se reprodujera. De su esposa había tenido un hijo llamado Nubar, que se le parecía como una gota de petróleo se parece a otra gota de petróleo. Era de pelo y rasgos oscuros, pequeño y rechoncho, y cogía unas rabietas terribles. El choque de dos personalidades tan enteras tenía que ser explosivo, sobre todo porque el padre había hecho todo lo posible para forjar el carácter de su retoño a imagen del suyo.
Tras estudiar en Cambridge, Nubar entró en los negocios paternos, donde aprendió su oficio

Si bien la crisis económica no tuvo grandes consecuencias para la fortuna de Gulbenkian, la segunda Guerra Mundial alteró algo sus costumbres. Nadie está realmente a salvo de la desgracia. Ya en 1936, por temor a las excentricidades socialistas del Frente Popular, había considerado más prudente trasladar su residencia a Londres y confiar sus colecciones más valiosas a la custodia del British Museum. En 1943, los bombardeos le obligaron a mudarse de nuevo y buscar refugio en Portugal, uno de los raros países que tuvo la sabiduría de no entrar en la guerra con el pretexto de servir a la paz.

Dedicaba la mayor parte de su tiempo a ver crecer su fortuna y mantener con Nuba una relación pasional hecha de riñas, disputas y reconciliaciones temporales seguidas de nuevas peleas y posteriores reconciliaciones. Fue en este decorado mágico donde llegó al final de su lujosa existencia. Allí moriría un 20 de julio de 1955. Dejó a sus herederos –Nubar y su herm

Nubar Gulbenkian heredó de su padre el sentido de la diplomacia. Su máxima era: “Si se puede evitar, lo mejor es no discutir, sobre todo cuando se está en el petróleo. Murió en Grasse, en enero de 1972, sin hijos. La dinastía se acabó con él. Hoy, la Fundación Gulbenkian, que es también un prestigioso museo en Lisboa, guarda obras de arte que el multimillonario padre fue reuniendo pertenecientes a todas las épocas y en especial al siglo XVIII francés. Administra además unas 150 bibliotecas repartidas por todo Portugal así como varios institutos culturales en diferentes países.
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