domingo, 19 de diciembre de 2010

Andy Warhol: obsesión por la fama


Andy Warhol quería ser famoso; un famoso del siglo XX. Quería el tipo de fama en la que millones de personas saben tu nombre y los paparazzi te siguen a todas partes. Quería que Picasso fuese en comparación una nimiedad.

Nadie entendió la celebridad tanto como Warhol. Nadie la estudió tan a conciencia o la cultivó de manera tan cuidadosa como él. Y nadie fue tan capaz de manufacturar la fama. En tanto que máximo creador, consumidor y crítico de la fama, Warhol empaquetó y refinó la marca de fábrica “Andy Warhol” hasta que en todas las casas de Estados Unidos se conoció al artista de peluca plateada. Hizo una gran carrera, y sus quince minutos de fama fueron más largos de lo que él mismo imaginaba.

Andrew Warhol era el tercer hijo de Julia y Andrei Warhola, inmigrantes procedentes de una localidad actualmente situada en Eslovaquia. Julia mimó a Andy, que en su infancia tuvo problemas de salud y pasó muchos meses de convalecencia dibujando. El joven Andy estaba fascinado por las estrellas del cine, especialmente por Shirley Temple, y ahorraba para unirse a su club de fans.

Se especializó en arte en el Carnegie Institute of Technology, y su fascinación por la fama creció. Se obsesionó con Truman Capote, que vivía en Nueva York, ganaba grandes cantidades de dinero y asistía a fiestas con estrellas del cine. Andy Warhol decidió que si Capote lo había conseguido, también él podía hacerlo, e inmediatamente después de obtener su título se marchó a Nueva York.

Warhol podía haber empezado pintando y persiguiendo a los galeristas, pero en cambio se metió en el mundo de la ilustración comercial, que era donde estaba el dinero. Trabajaba de doce a catorce horas al día creando encantadoras ilustraciones, y al poco tiempo ya tenía mucha demanda, pero el éxito comercial hizo que Warhol deseara con mas ganas que se lo tomara en serio en el mundo de las bellas artes.

Mucho más difícil le fue encontrar su propio estilo, puesto que el expresionismo abstracto seguía dominando la escena. Hizo todo lo que se pasó por la cabeza para desarrollar un estilo con el que pudiera darse a conocer. Pintó series de zapatos (Warhol era un tanto fetichista), pero se
parecían demasiado a sus trabajos como publicista. Experimentó con caricaturas a gran tamaño, pero Roy Lichtenstein ya se le había adelantado. Pintó botellas de Coca-Cola, pero seguía viéndose compelido hacia el goteo abstracto y las manchas. Una noche un amigo le sugirió: “Deberías pintar algo que todo el mundo vea cada día, que todo el mundo pueda reconocer… como una lata de sopa”.

Al día siguiente, Warhol compró una lata de cada una de las treinta y dos variedades de sopa Campbell en la tienda de ultramarinos del barrio. De todos modos, siempre le había gustado la sopa Campbell, especialmente la de tomate, que era la que su madre solía servirle para almorzar. Hizo diapositivas en color de cada una de las latas, las proyectó sobre una pantalla y dibujó los perfiles. Pintó cada una de las variedades sobre un lienzo blanco.

Al morir Marilyn Monroe en 1963, Warhol dio un paso más en esa técnica y creó una serie de retratos de la estrella. Más que pintarlos, utilizaba la serigrafía, una sofisticada técnica de estarcido a menudo usada para imprimir camisetas, que le permitía realizar series idénticas de imágenes. Warhol produjo treinta y tres cuadros diferentes de Marilyn, desde Marilyn de oro, una simple imagen serigrafiada sobre un fondo dorado, hasta el Díptico Marilyn, doscientas repeticiones del mismo retrato en un lienzo de 4 metros. Los retratos eran tanto un homenaje como una crítica a la fama: tantas repeticiones convertían a la mujer en un artículo de consumo, el precio último de la celebridad.

La reacción de la escena artística de Nueva York fue electrizante. De repente, el expresionismo
abstracto estaba pasado de moda. El pop art estaba por todas partes, y no había artista pop más famoso que Warhol. Empezó a dejarse ver en las fiestas acompañado por un séquito de adorables mujeres y homosexuales. Para que su nombre siguiera apareciendo en la prensa, contrató a publicistas que filtraban sabrosos cotilleos a los columnistas. Entre tanto, refinó su aspecto. Se estaba quedando calvo, así que empezó a usar peluca, primero una rubia como su propio pelo y más tarde una gris plateado. Se puso gruesas gafas de pasta que enfatizaban su mirada solemne y se atavió con pantalones vaqueros negros, camisetas o jerséis de cuello alto negros y chaquetas de piel del mismo color.

En 1963, el equipo de serigrafía de Warhol ocupaba todo su apartamento, de modo que alquiló un almacén y lo apodó The Factory (“La Fábrica”). Empezó a pasar por allí gente a todas horas; gente con nombres como Podrida Rita, el Alcalde, la Duquesa y el Hada de Algodón de Azúcar –todos inadaptados-, muchos de ellos homosexuales o transexuales y la mayoría adictos a las anfetaminas.

Al poco tiempo, la Fábrica se había convertido en una fiesta continua. Warhol se enganchó a las pastillas, pero de todas formas siguió trabajando y extendió sus esfuerzos a la filmación de películas underground y a hacer de manager de la banda Velvet Underground. Reaccionaba a los chanchullos de la Fábrica con un desapasionamiento que oscilaba entre el voyeurismo y un desapego estilo Zen. Su actitud podía ser escalofriante. Cuando un asiduo de la Fábrica llamado Freddie Herko saltó desde la ventana de un quinto piso estando bajo los efectos del LSD, Warhol sólo comentó: “¿Por qué no me dijo que iba a hacer eso? Podríamos haber ido abajo para filmarlo”.

Esa anécdota contrasta con la actitud que siempre tuvo hacia su madre. Julia Warhola apenas hablaba inglés y no sabía nada de arte, pero quería a su Andy, por lo que en 1952 hizo las maletas y se marchó de su casa, en Pittsburg, para irse a vivir con su hijo. Warhol, que acababa de establecerse como ilustrador y empezaba a hacer contactos en la escena homosexual underground de Nueva York, no se sintió demasiado contento de ver allí a su mamá, pero ella se contentaba con hacerle la comida y lavarle la ropa, cosas que, de todas formas, él no tenía tiempo de hacer.

Ambos iniciaron una coexistencia caótica: Julia era una pésima ama de casa y Warhol era desordenado, por lo que el suelo y los muebles de la casa estaban siempre sucios. Los dos gatos siameses de Warhol empezaron a tener cachorros de modo que en un momento dado debió de haber una docena de gatos orinándose por donde les apetecía. Los amigos encontraban a la señora Warhola rara pero encantadora, y tenían que aguantarse la risa cuando ella decía que sólo se quedaría allí hasta que Andy encontrara una buena chica con la que casarse.

Conforme la fama de Warhol fue en aumento, el artista se trasladó con su madre a mejores y cada vez más grandes apartamentos, aunque el desorden no hacía más que aumentar hasta llenar todo el espacio disponible. Al final, la instaló en la planta baja de su casa de varios pisos, desde donde ella se quejaba a la prensa de que casi nunca veía a su hijo. A veces escuchaba las conversaciones telefónicas de Warhol desde el aparato de su dormitorio. El artista, famoso en el mundo entero, solía quejarse como un quinceañero: “¡Venga mamá, cuelga el teléfono ya!”. No está claro si ella llegó a entender que era homosexual, aunque lo pudo ver con varias de las parejas con las que mantuvo una larga relación, como la de doce años con Jed Johnson.

Julia murió en 1972, y Warhol reprimió inmediatamente cualquier emoción que sintiera ante su fallecimiento. La mayoría de los socios de La Fábrica se enteraron de la muerte de Julia varios años después. Cuando un amigo preguntó al artista cómo le afectaba la muerte de Julia, éste contestó: “Cambio de canal en mi cerebro, como si fuera un televisor, y me digo que se ha ido a Bloomingdale´s”.

A mediados de los sesenta, Warhol ya empezaba a sentir su poder. En 1965 decidió inventarse
una estrella, de modo que convirtió a la famosilla Edie Sedgwick en un fenómeno. De pronto se vio protagonizando películas y saliendo en las páginas de las revistas, pero también tenía un grave problema con las drogas y sufría una inestabilidad mental que la conduciría a la muerte en 1971. Otros sufrieron sobredosis o se desmoronaron por agotamiento, y muchos fueron los resentidos porque la riqueza de Warhol aumentaba mientras que ellos seguían en la pobreza.

En 1968 Warhol cerró la Fábrica original y trasladó sus negocios a una austera oficina, pero el daño ya estaba hecho. Demasiados seguidores lo culpaban de haber destrozado sus vidas, por lo que era de temer que al menos uno fuera lo bastante inestable para devolver el golpe.

El 3 de junio, una mujer habitual de la Fábrica, llamada Valerie Solanas, llegó a la oficina buscando a Warhol. Solanas, que había aparecido en una de las películas de Warhol, era una feminista radical que afirmaba haber fundado la organización S.C.U.M. (Society of Cutting Up Men, Sociedad para Cortar a los Hombres en Pedazos). Poco después de que Warhol se reuniera con el conservador Mario Amaya para hablar sobre una retrospectiva, Solanas salió del ascensor, sacó una bolsa de papel y le disparó. Una bala le entró por el costado derecho y le salió por el izquierdo. Entonces, Solanas dio media vuelta y disparó a Amaya. Mientras el personal se escondía en los despachos y debajo de las sillas, Solanas se acercó al distribuidor de Warhol, Fred Hughes, y le apuntó con el arma a la cara, pero la pistola se encasquilló. De repente se abrieron las puertas del ascensor. Hughes susurró: “Ahí está el ascensor, Valerie. Cógelo”. Y ella lo hizo.

Llevaron a Warhol con urgencia al hospital, donde se lo dio por clínicamente muerto, pero el médico le abrió el pecho y le hizo un masaje manual en el corazón para restablecer el latido cardíaco. El artista se fue recuperando poco a poco, aunque su salud nunca volvió a ser la misma. Tuvo que llevar un corsé ortopédico durante el resto de su vida, y las cicatrices le sangraban de vez en cuando si hacía algún sobreesfuerzo. Por otro lado, Anaya fue dado de alta con heridas leves, mientras que Solanas se entregó a la policía. Fue declarada culpable de intento de asesinato y condenada a tres años de prisión.

Aquel ataque despertó en Warhol su lado precavido. Dejó de tomar anfetaminas y empezó a comer ajo crudo. Seguía siendo un fijo de la escena festiva de Nueva York, pero en vez de transexuales y anómalos drogadictos, ahora se le veía acompañado por Liza Minnelli, Bianca Jagger, Diana Vreeland, Truman Capote y el diseñador de moda Halston. En lugar de la Fábrica, las fiestas se celebraban en Studio 54. La revista Interview, que Warhol cofundó en 1969, alcanzó una gran tirada en la década de los setenta, con historias sobre el mundo chic en el que se movía Warhol. Para financiar su extravagante estilo de vida, pintaba retratos –a 25.000 dólares el cuadro- de celebridades como Brigitte Bardot y Diana von Furstenberg.

Al final de la década de 1970, Warhol se metía de vez en cuando en proyectos comerciales,
normalmente importantes encargos de revistas. En 1977 se le pidió que hiciera un retrato de portada del candidato a demócrata a la presidencia Jimmy Carter, así que el artista de pelo plateado voló a Plains, Georgia, donde estuvo encantado de recibir dos bolsas de cacahuetes firmadas por el que pronto sería el jefe de la nación. Tras las elecciones, invitaron a Warhol a la Casa Blanca, donde estableció una inverosímil amistad con la madre del presidente, Lillian Carter. Ambos formaron una extraña pareja una noche en Studio 54. La señora Carter dijo a Warhol que no sabía si había estado en el cielo o en el infierno, pero se había divertido. Más tarde confesaría a otros que no entendía por qué todos los chicos bailaban juntos cuando había tantas chicas guapas.

La otra cara de Warhol se hizo patente a finales de los setenta y principios de la década de 1980. El artista empezó a decir a la gente que creía en Dios y que a veces iba a la iglesia. Incluso pintó una serie basada en La Última Cena de Leonardo da Vinci (por cierto, que en la inauguración de su última exposición en la que se presentaba este cuatro, los periodistas preguntaron al pintor: “¿Por qué está haciendo un Leonardo da Vinci? ¿Está muy en contacto con la cultura italiana?”. Warhol contestó: “Oh, la cultura italiana; la verdad es que sólo conozco los espaguetis, ¡pero son fantásticos!”).

Posiblemente, la espiritualidad de Warhol se había iniciado por el miedo a la muerte: en la década de los ochenta, sus amigos estaban empezando a morir de sida, e incluso él mismo había estado muerto durante un tiempo después de que le dispararan.

Cuando la vesícula biliar comenzó a darle problemas y tuvieron que extirpársela, reaccionó con un profundo fatalismo. A pesar de que lo habían tranquilizado diciéndole que era una intervención rutinaria, Warhol creía que si entraba en el hospital no volvería a salir de él. Tenía razón. La operación no tuvo complicaciones, pero al día siguiente Warhol murió en la cama de centro. Más tarde se acusó al hospital de negligencia por haberlo sobrecargado de fluidos y no haber llevado un control adecuado de su estado. El cuerpo del artista fue enterrado en Pittsburg, al lado de los de su padre y su madre. Un amigo metió en el ataúd un ejemplar de la revista Interview y un frasco de perfume Beautiful de Estée Lauder.

En realidad, Warhol no inventó la idea de artista como celebridad, pero mientras que Picasso, Dalí y Pollock eran primero artistas y después celebridades, Warhol consideraba la fama tan importante como el arte. Nunca habría estado contento creando sus obras en la oscuridad. Todos sus movimientos estaban calculados para acercarlo a ese estado luminoso de popularidad que tanto deseaba. Hoy, Warhol parece estar sorprendentemente presente en el culto estadounidense a la fama. Lo que nos preguntamos es si eso lo hizo feliz. Una vez que su cara fue tan conocida como la de Marilyn o Elvis, ¿estuvo satisfecho? Es imposible sabrerlo, pues enterró muy profundamente sus emociones. Warhol consiguió lo que quería. Lo que nadie sabe es si lo disfrutó.

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