lunes, 27 de septiembre de 2010

Los amish


El árbol genealógico de los amish es todo menos sencillo. En primer lugar tenemos los anabaptistas suizos del siglo XVI, partidarios de una Reforma radical. "Anabaptista" significa "el que se bautiza otra vez", refiriéndose a aquellos que habiendo recibido el bautismo de niños, de adultos cambian su fe a la nueva creencia y reciben un nuevo bautismo. Esta secta, comunidad o corriente, traza su origen a Felix Manza (1498-1527), un antiguo discípulo del reformista suizo Zwinglio.

El movimiento amish toma su nombre de Jakob Ammann (1656-1730), un líder mennonita suizo. Los mennonitas eran anabaptistas que vivían en los Países Bajos y Alemania y Ammann creía que estaban apartándose de las enseñanzas originales de su iglesia, por lo que abogaba por una disciplina religiosa más estricta que, en último término supuso la escisión de sus correligionarios de Suiza, Alsacia y el sur de Alemania en 1693. Así que los anabaptistas suizos se dividieron en dos corrientes: los que seguían a Amman, conocidos como Amish o Mennonitas; y los demás, que formaron la Conferencia Mennonita Suiza. Los primeros comenzaron a emigrar a Pennsylvania en el siglo XVIII empujados por las guerras religiosas, la pobreza y la persecución. A partir de aquí, otros grupos se asentaron en Alabama, Delaware, Illinois, Indiana, Iowa, Kansas, Kentucky, Michigan, Minnesota, Mississippi, Missouri, Nebraska, Nueva York, Ohio, Maryland, Tennessee, Wisconsin, Maine y Canada.

La mayor parte de estas comunidades perdieron su identidad alrededor de 1860, cuando tuvo lugar una conferencia de obispos para discutir cómo enfrentarse a las presiones del mundo moderno. La simple idea de una especie de concilio ya era una propuesta progresista en la iglesia Amish. Los más liberales condujeron a sus congregaciones a fusiones y agrupaciones con el grueso de la iglesia Mennonita ya a principios del siglo XX, quedando sólo los grupos más radicales o Viejos Amish distribuidos por 27 estados norteamericanos -siendo la de Pennsylvania la comunidad más importante- y la provincia canadiense de Ontario. Su número asciende a unos 200.000 que todavía hablan un dialecto del alemán suizo. Como no llevan registros, no es fácil estimar con precisión su número pero lo que sí se sabe es que la suya es una de las poblaciones con más rápido crecimiento del mundo, con una media de 6,8 hijos por familia.

El gran público conoció a los amish gracias a la película "Único testigo" (1985), dirigida por Peter Weir y protagonizada por Harrison Ford. En la película aparecían reflejados muchos de sus peculiares rasgos, derivados no de la elección de un estilo de vida sencillo -incluso primitivo- sino de sus profundas creencias religiosas. Cuando los niños crecen pueden elegir el modo de vida que prefieran. En algunas comunidades los padres permiten que sus hijos prueben el modo de vida del mundo exterior durante unos años, de manera que puedan decidir si quieren ser bautizados, entre los 16 y 25 años, y unirse a la comunidad de por vida o seguir en el mundo de fuera.

Las comunidades religiosas se componen de 20 o 40 familias que celebran sus servicios religiosos todos los domingos en alguna casa particular, ya que no construyen iglesias. Cada distrito amish es totalmente independiente del resto y vive de acuerdo con sus propias reglas. No existe una cabeza visible o una autoridad sobre todos ellos.

El credo y la peculiar forma de vida de esta comunidad se basa en la Biblia y en el Ordung, un conjunto de normas no escritas que se preserva fielmente de generación en generación. Su rasgo más llamativo es su resistencia a utilizar muchos dispositivos tecnológicos (aunque no todos), de ahí que sus fieles vivan sin electricidad o teléfono y sigan utilizando carros de caballos en vez de coches. Los amish no ven a la tecnología como algo maléfico, es simplemente que desean aislarse del mundo exterior y sus interferencias. Cuando rechazaron la utilización de la electricidad de alto voltaje en 1920, las cosas se les simplificaron bastante puesto que ya no había que decidir acerca de todas las invenciones que hacían uso de ella, como la televisión. Sí usan, en cambio, la electricidad generada por baterías o generadores para máquinas agrícolas o ganaderas -que no necesita una conexión con el mundo exterior- o bien electrodomésticos no eléctricos como neveras con keroseno o paneles solares.

A veces adoptan soluciones un tanto sorprendentes: compran maquinaria agrícola, por ejemplo cosechadoras, que funcionan con diésel y las enganchan a caballos para que tiren de ellas. Su razonamiento es que de este modo los granjeros amish no se sentirán tentados a comprar más tierras para competir con sus vecinos de la comunidad, puesto que tendrían que mover más maquinaria a base de fuerza bruta. En cambio, sí utilizan pesticidas químicos, fertilizantes e inseminación artificial para las vacas. Por otra parte, las restricciones no pretenden hacer sufrir a nadie: los minusválidos pueden utilizar sillas de ruedas eléctricas y la energía eléctrica está permitida en los hogares donde haya equipo médico. Aquellos que rompan las reglas disponen de bastantes meses para terminar de usar un ordenador y finalizar un proyecto o retirar el cableado de una casa nueva que se compren.

Aunque la mayoría de los amish no conducen automóviles, los alquilan con conductor para, por ejemplo, visitar a la familia, hacer la compra del mes o trasladarse por cualquier motivo más allá de los límites de la comunidad. Se ha establecido un servicio regular de autobuses entre algunas comunidades y el viaje en tren sí se acepta. En cuanto al teléfono, su uso está muy restringido, ya que se ve como algo que rompe la separación del mundo exterior. Introducir ese mundo en el hogar se considera una intrusión en la privacidad y santidad de la familia, interfiriendo en las relaciones de la comunidad al eliminar la comunicación cara a cara. Las regulaciones al respecto varían de comunidad en comunidad; por ejemplo, los amish del condado de Lancaster usan el teléfono sólo para llamadas salientes, con la limitación añadida de que el aparato no debe estar dentro de la casa, sino en una cabina lo suficientemente lejos como para que sólo se piense en usarla si es realmente necesario. Hoy, con la disminución del número de cabinas debido al uso de teléfonos móviles, esas cabinas o locutorios se encuentran más accesibles.

También está regulada la forma de vestir, evitando cualquier elemento que sirva para presumir o como símbolo de poder o posición social: las mujeres llevan vestidos modestos siempre por debajo de las rodillas y una especie de cofia, blanca si están casadas y negra si son solteras. Los hombres visten trajes oscuros con camisas generalmente blancas y sombreros de ala ancha. Después de casarse dejan crecer su barba, pero no el bigote. Algunos grupos prohíben incluso los botones en la ropa, permitiendo sólo ganchos y ojales para cerrar las prendas.

En resumen, sus estrictas creencias religiosas les han llevado a mantener la vida tal y como era hace tres siglos: atienden el ganado, labran la tierra sin maquinaria moderna y viven con moderación. Muchos de sus miembros rechazan las ayudas de la Seguridad Social y no contratan seguros de ningún tipo. Puesto que no hacen uso de servicios sociales, desde 1961 el gobierno americano les eximió de pagar los impuestos correspondientes (las leyes de ese país lo permiten siempre y cuando los miembros de la secta o comunidad demuestren que proporcionan un nivel de vida razonable a los miembros dependientes).

Todas estas actitudes los aíslan del mundo exterior, poniendo el máximo énfasis en la familia, la iglesia y la comunidad. Rechazan el individualismo y apoyan a cualquier miembro que se encuentre en dificultades. Los ancianos y enfermos son cuidados por miembros de su familia. Dan el máximo valor a la vida rural y al trabajo manual y consideran la labor agrícola, el cuidado de los animales y las plantas como una manera de servir a Dios y su creación, por lo que siempre viven en comunidades rurales, donde más cerca pueden estar de la tierra.

Las familias amish son muy extensas ya que piensan que los hijos son un regalo de Dios. No existe el divorcio y el número de hijos puede ser de 7 u 8. La familia tiene ascendiente sobre el individuo, no sólo durante la infancia y adolescencia, sino durante toda su vida. La lealtad a los padres, abuelos y otros parientes puede cambiar con el tiempo, pero nunca desaparece. Los padres se consideran responsables ante Dios del bienestar espiritual de sus hijos. Las tareas del hogar se reparten según el sexo, y la educación de los jóvenes la realiza sobre todo la familia, puesto que la escolarización termina a los catorce años. Los chicos comienzan entonces a aprender un oficio y trabajar con su padre en los campos o con el ganado. Las chicas trabajan con la madre en el hogar y el jardín. Los jóvenes ven cómo sus padres trabajan duro y se esfuerzan por ayudarles y convertirse en un elemento productivo dentro de la familia y la comunidad.

Los amish ponen un especial énfasis en la obediencia de los niños. Como todos los niños, los amish pueden hacer travesuras o resistirse a una orden del padre, pero cosas como las burlas, los insultos y la desobediencia son muy extrañas porque el niño sabe que el castigo -a menudo físico- será inmediato. El llamado Rumspringa es el periodo de la adolescencia que comienza a los dieciséis años con el cortejo del sexo opuesto y durante el cual las reglas religiosas se relajan un poco. Como en todas las familias, se asume que habrá algún comportamiento "díscolo" pero ello no se anima ni se tolera demasiado. Al final de ese período, los jóvenes amish son bautizados e integrados en la iglesia y suelen casarse, la mayoría de las veces con alguna mujer de la comunidad. Sólo un mínimo porcentaje de amish abandonan su comunidad, se casan con alguien de otra fe y hace su vida en el "mundo exterior". Ello tiene un efecto secundario bastante grave: la alta incidencia de enfermedades hereditarias y desórdenes genéticos como enanismo o problemas metabólicos y sanguíneos, todo ello típico de poblaciones muy cerradas y endogámicas.

¿Cómo es el cortejo en un ambiente tan puritano y tradicional? Bueno, chicos y chicas se encuentran en los servicios religiosos, fiestas, bodas y reuniones de cánticos religiosos que se celebran cada dos semanas. Entre canto y canto tienen oportunidad de charlar y congeniar. El flirteo se respeta escrupulosamente y ni parientes ni amigos hacen bromas o comentarios al respecto, prefiriendo aparentar ignorancia antes que interferir en la intimidad de las personas.

Como anabaptistas que son, los amish son absolutos pacifistas, no realizan el servicio militar, no se defienden en caso de ataque personal y evitan cualquier tipo de violencia, incluyendo palabras malsonantes o acudir a los tribunales (contrariamente a una creencia popular, los amish sí votan). De todo lo dicho, uno podría pensar que los amish son reaccionarios y opuestos a lo que consideramos las libertades y comodidades de la vida contemporánea. Desgraciadamente, parece que ese comportamiento está más presente fuera que dentro de sus comunidades. A menudo se han encontrado con discriminación y hostilidad por parte de sus vecinos. Durante las dos guerras mundiales del siglo XX, el pacifismo de los amish provocó muchos incidentes, ataques y amenazas. Incluso hoy sucede. Sus pintorescos carros tirados por caballos son a menudo apedreados por la noche mientras circulan por las calles o carreteras. En una ocasión, una niña amish de seis meses murió de resultas de una de esas pedradas en la cabeza y en otra, una mujer fue alcanzada en la cara por una botella de cerveza arrojada desde un coche que pasaba por su lado causándole graves heridas que requirieron cirugía reconstructiva. ¿quiénes son los reaccionarios?

sábado, 25 de septiembre de 2010

1789-La toma de la Bastilla-el camino a la Revolución (2ª parte)


El decreto real convocando los Estados Generales se difundió ampliamente y fue leído en todas las iglesias. La campaña electoral desempeñó un papel determinante en la formación de la opinión general y en la reflexión sobre los diversos problemas que padecía la sociedad francesa. Cada estamento confeccionaba una relación de peticiones, recogida en los llamados “cuadernos de quejas” o “cahiers”, memoriales colectivos de sus agravios, ya fueran sociales, políticos, religiosos o económicos, que constituyen un valioso testimonio colectivo de las esperanzas de reforma surgidas en todo el país. En total, unos 40.000 cahiers llegaron de las ciudades, pueblos y aldeas, y la mayoría de ellos pedían la convocatoria de una Asamblea Nacional que atendiera a los intereses de la nación en su totalidad.

Los nobles y el alto clero insistían en la necesidad de conservar la sociedad tradicional, dividida en estamentos, o defendían el fortalecimiento del parlamento frente al absolutismo real. La burguesía, por el contrario, exigía en sus “cuadernos” la eliminación de los privilegios estamentales y de casta, así como la libertad del comercio y de la industria y, sobre todo, poder político para intervenir en la marcha del Estado. Por su parte, las peticiones del pueblo, especialmente las de los campesinos, contenían abundantes quejas contra el aumento de las cargas feudales, de los impuestos y del alto precio de los arriendos, y también contra la injusticia de los tribunales y la intransigencia de los señores que se apropiaban de sus tierras. Pero a los Estados Generales sólo se enviaron los “cuadernos de quejas” de las circunscripciones más importantes; la burguesía urbana y rural efectuaba previamente una selección, eliminando los que contenían reivindicaciones populares y campesinas que afectaban a sus intereses.

Como estaba previsto, los Estados Generales se reunieron en Versalles el 5 de mayo de 1789. El número de diputados sumaba el millar: 250 de la nobleza, otros tantos del clero y 500 diputados del Tercer Estado (que había sido duplicado), todos ellos miembros de la burguesía financiera y comercial, o bien intelectuales y profesionales cualificados.

En la ceremonia de inauguración, el rey pronunció un breve discurso, insistiendo en la necesidad de contribuir al fisco; se quejó del estado alarmante en que se hallaba el país y de las nuevas ideas imperantes y lanzó advertencias contra las innovaciones. Al día siguiente, los nobles y el clero se reunieron por separado para discutir las cuestiones de procedimiento y la forma de votación. Por su parte, el Tercer Estado insistió desde el principio en que las sesiones fueran conjuntas de los tres estamentos, y que la votación no fuera “por orden”, sino “por cabeza” (nominal), a lo que se negaron la nobleza y el clero.

Tras varias semanas de negociaciones infructuosas, el Tercer Estado comenzó, por cuenta propia, a verificar los poderes o credenciales de los diputados de los tres estamentos. Varios representantes de la nobleza y del clero se incorporaron al estamento burgués, que se vio considerablemente aumentado. Cuando terminaron de pasar lista y a propuesta del abate Sieyès, el Tercer Estado, ampliamente mayoritario, se declaró “representante de la nación”, constituyéndose en una asamblea a la que denominaron Asamblea Nacional, declarando que el rey no tenía derecho a vetar sus decisiones: el Tercer Estado se había erigido como poder supremo de la nación, término que adquirió un nuevo significado.

Sin embargo, tres días más tarde, cuando la Asamblea iba a reunirse, encontró cerradas por parte del rey las puertas del recinto donde tenían lugar las sesiones. Los diputados no se detuvieron ante ello; se trasladaron a una estancia próxima (un salón destinado al juego de pelota) y allí pronunciaron el solemne juramento de no abandonar la sala hasta concluir la elaboración de una constitución para Francia.

Ante ese desafío, el rey decidió tomar medidas enérgicas. Convocó una nueva reunión, y esta vez su discurso tuvo un tono más amenazador: anuló todas las decisiones adoptadas por el Tercer Estado, ordenando la disolución de la Asamblea Nacional y la vuelta al sistema de estamentos.

El clero y la nobleza obedecieron al rey y abandonaron la sala, pero los representantes del Tercer Estado, como protesta, permanecieron en sus lugares en la más silenciosa indignación. Al ver que la Asamblea no se disolvía, el maestro de ceremonias reiteró la orden real; el diputado Mirabeau le contestó: “Vaya y diga a su señor que nosotros estamos aquí por la voluntad del pueblo y sólo la fuerza de las bayonetas nos puede arrojar de este lugar”.

La Asamblea continuó, y pese a la prohibición del rey, muchos diputados de la nobleza se fueron incorporando a ella, atraídos por la fuerza del Tercer Estado.

La nueva Asamblea Nacional, compuesta por representantes de los tres órdenes, decidió por votación definirse como Asamblea Constituyente. La importancia de esta decisión era fundamental, porque con ello la Asamblea se atribuyó un poder que la hacía superior al monarca: redactar una constitución llamada a regular la organización y distribución de los poderes.

El sábado 11 de julio, Jacques Necker estaba sentado a la mesa para almorzar cuando recibió una carta del rey en la que le comunicaba que había sido destituido de su cargo de ministro de finanzas y que debía abandonar el reino sin dilaciones ni protestas. Triunfaba así el sector más intransigente de la corte, encabezado por la reina Maria Antonieta, quien culpaba de todo a Necker y convenció al rey para que lo depusiera. El 12 de julio se supo en París de la destitución del ministro de finanzas y la noticia se consideró una prueba de que se estaba gestando un “complot aristocrático” para frenar las reformas.

La noticia de la crisis provocó en París una verdadera conmoción. Demagogos que predicaban en las esquinas de las calles advertían que el rey tenía un designio secreto: dispersar a tiros a la recién elegida Asamblea Nacional y frustrar así la esperanza general de poner fin al absolutismo regio y al gobierno aristocrático. A primera hora de la tarde del domingo 12 de julio, tres mil personas se concentraron en los jardines del Palais Royal, gran centro de la vida social parisina en los últimos años. Enardecidas por oradores improvisados, salieron en una manifestación multitudinaria que recorrió la ciudad a modo de una procesión fúnebre, con banderas negras, abrigos y sombreros también negros y el busto de Necker cubierto con un velo; todos lloraban la caída del ministro en el que habían depositado sus esperanzas.

Puede parecer extraño que un hombre como Necker, que pronto demostraría estar muy lejos de ser un revolucionario, provocara semejante emoción. Pero hay que tener en cuenta que desde hacía varias semanas París era presa de una exaltación sin precedentes. Las asambleas de distrito que se formaron en abril para elegir a los diputados de los Estados Generales se habían mantenido abiertas tras las elecciones y en ellas se siguió muy de cerca del debate que se desarrollaba en Versalles. En boca de todos estaban palabras nuevas como libertad, nación, Tercer Estado, constitución, ciudadano… Por ello, los parisinos comprendieron enseguida que la destitución de Necker era señal de que el rey quería acabar con la transformación constitucional iniciada dos meses antes; era un “golpe de Estado”, un acto “despótico” contra el que había que reaccionar.

Un segundo factor explica, asimismo, la inmediata respuesta del pueblo parisino: el clima de miedo y hasta de paranoia que se vivía en esas semanas en la ciudad. La mala cosecha del año anterior, que siguió a otra igualmente desastrosa, había dejado graves problemas de subsistencia y aumentó la presencia de pobres y mendigos. El mes de julio era, además, un momento crítico, cuando se agotaban las provisiones de la cosecha pasada y aún no se había recogido la nueva. La subida de precios de la harina y el pan creó una situación desesperada para la franja más pobre de la población y aumentó la obsesión contra los acaparadores, supuestos o reales. Del campo llegaban noticias de bandas de vagabundos y bandidos, que se temía entraran en París y, de hecho, se produjeron asaltos nocturnos y hasta motines.

Por si esto fuera poco, en los últimos días los parisinos habían visto cómo se iban apostando en puntos clave de la ciudad diversos regimientos reales, que Luis XVI había traído desde la frontera con el pretexto de prevenir desórdenes en la capital; para muchos, lo que el rey preparaba en realidad era una brutal represión. Estacionadas en el Campo de Marte o en las afueras, las tropas, muchas formadas por mercenarios suizos y alemanes, parecían esperar una orden para ocupar la ciudad o incluso, según algunos, para arrasarla. Desde luego, los planes de Luis XVI no eran tan siniestros, pero las sospechas no iban del todo desencaminadas. El 22 y el 26 de junio, el rey había ordenado una gran movilización de tropas en torno a la capital a cuyo término debía haber 30.000 soldados dispuestos a imponer el orden.

Este contexto explica el efecto que, en la tarde del 12 de julio, produjo la arenga de un joven periodista y diputado recién llegado de Versalles a la muchedumbre reunida en el Palais Royal: “¡Ciudadanos! –dijo Camille Desmoulins, pálido y febril-. No hay que perder un instante. Llego de Versalles; el señor Necker ha sido destituido. Esta tarde todos los batallones suizos y alemanes saldrán del Campo de Marte para degollarnos. Sólo nos queda un recurso: ¡Armarnos!”. Las siguientes tres jornadas constituirán, en efecto, una desenfrenada carrera del pueblo por conseguir armas con las que defenderse del ataque, real o imaginario, del ejército del rey. Desmoulins atizaba las llamas de la rebelión mientras en torno suyo se derrumbaba el orden público.


El mismo 12 de julio se produjeron los primeros choques con las tropas reales, cerca de las Tullerías. Los manifestantes, aún sin armas de fuego, les lanzaron sillas, piedras e incluso trozos de estatua. Se produjo entonces la primera defección en el bando real: los hombres de la Guardia Francesa (un cuerpo auxiliar acantonado en París) se unieron a los rebeldes para obligar a retirarse al regimiento mandado por Lambesc. A continuación, los alzados se dirigieron al Ayuntamiento, creyendo que allí había un depósito de armas. Durante la noche y el día siguiente, las cosas escaparon a todo control. Al grito de “¡Pan y armas!”, a los escopeteros y armeros de la ciudad se les registró sus locales y se les obligó a entregar al populacho sus mosquetes, picas, sables y carabinas. Hubo asaltos a las aduanas –por lo menos a cuarenta de ellas- y se prendió fuego a sus papeles y registros. Presos sublevados escaparon de las cárceles de Chatelet y La Force; el monasterio de San Lázaro, que también se usaba como depósito comercial, fue saqueado y sus existencias de grano, vino, queso y aceite, arrebatadas. Naturalmente, todo ello fue a veces pretexto para saqueos y robos, que agudizaron el ambiente de inseguridad y terror.

En el Ayuntamiento, los miembros de la asamblea de electores, ante la inacción del alcalde nombrado por el rey, acordaron organizar los sesenta distritos de París en milicias armadas y establecer una red de “comités revolucionarios” en las centrales de cada distrito. Esas milicias armadas comprendían 50.000 miembros, pero para restablecer el orden necesitaban armas y munición, tanto más cuanto que el pueblo mantenía su presión para armarse. Ordenaron fabricar a toda prisa 50.000 picas, pero eso no bastaba.

A primera hora de la mañana del 13 de julio, el toque a rebato –forma tradicional de avisar de un peligro- sonó por todo París. Sobre el redoble de los tambores y el retumbar de los cañones, las campanas llamaron al pueblo a defender la libertad. En el distrito de Mathurins asumió el mando el aventurero aristócrata Le Chretien Quesney de Beaurepaire. Puso a la defensiva a todo el distrito y apostó en todas las ventanas a ancianos, mujeres y niños, armados con piedras, tizones, agua hirviendo e incluso muebles para arrojarlos contra cualquier columna invasora de las tropas reales.

Luis XVI se mantuvo extrañamente inactivo frente a la crisis, que llegó a su punto decisivo en la mañana del 14 de julio. Una delegación se presentó ante él para pedirle que retirase sus tropas de París; el soberano, ignorando la gravedad de la situación, rehusó con un falso pretexto. Desde su palacio, creía al parecer que París atravesaba otro de sus fastidiosos disturbios por falta de alimentos. La famosa anotación de aquel día en su diario, “Rien”, “nada”, probablemente no es más que una malhumorada referencia al hecho de que los disturbios le impidieron cazar y, por tanto, le dejaron el zurrón vacío.

Fue así como se llegó al martes 14 de julio, la jornada que puso en marcha la Revolución. Al despuntar el día, mientras se mantenía la concentración popular en torno al Ayuntamiento, se difundió el rumor de que en el Hotel de los Inválidos, un hospital militar al oeste de la ciudad, se habían depositado 30.000 fusiles. Enseguida el edificio quedó rodeado por entre 40.000 o 50.000 personas que exigían al director que les entregaran las armas. A pocos metros de allí estaba apostado el principal regimiento real de la ciudad, que hubiera debido intervenir para dispersar a la multitud. Pero cuando Besenval, el comandante de la guarnición, reunió a los oficiales y les pidió que lo secundaran en un ataque, la mayoría de ellos se negaron, por temor o por sentimiento de solidaridad con la población. Abandonado a su suerte, el Hotel de los Inválidos cayó en manos de la muchedumbre, que requisó 30.000 fusiles, 250 barriles de pólvora y 12 cañones. Según muchos historiadores, éste fue el momento decisivo de la jornada, el instante en el que Luis XVI perdió la batalla por París y por su poder absoluto.

El pueblo tenía ya las armas; ahora faltaba la munición: pólvora para los cañones y balas para los fusiles. Otro rumor señaló un nuevo objetivo para la movilización: la Bastilla, en el otro extremo de la ciudad, donde días antes se habían trasladado reservas de pólvora desde el Arsenal Real, situado a escasa distancia. Eran poco más de las 10 de la mañana y miles de hombres se dirigieron a la imponente fortaleza que desde hacía más de un siglo funcionaba como prisión, frente a un barrio extramuros, el Faubourg Saint-Antoine.

Si uno se fija en las entusiastas pinturas que representan la escena, podría pensarse que cientos de orgullosos revolucionarios fueron liberados de la horrible prisión, saliendo a las calles desde sus celdas ondeando banderas tricolores. Poco después de los acontecimientos que vamos a narrar comenzaron a aparecer a la venta por las calles de París grabados de presos languideciendo encadenados rodeados de calaveras, haciendo creer que aquellas eran las condiciones reinantes en la prisión. Nada más lejos de la realidad.



La Bastilla se construyó en el siglo XIV como un bastión (ése es el significado del término francés bastille) para defender París contra los ingleses durante la Guerra de los Cien Años. Reforzada a finales del siglo XVI, sus ocho torres redondas, con paredes de 1,5 m de espesor, se alzaban sobre las estrechas calles de la ribera derecha del Sena. Poco después empezó a utilizarse como prisión política, donde los reyes ordenaban recluir a las personas que consideraban como una amenaza para el orden: conspiradores, disidentes religiosos, escritores demasiado atrevidos… Voltaire fue uno de sus internos y allí escribió “Edipo” en 1718.

A veces se ha dicho que la Bastilla era prácticamente un hotel de lujo: los detenidos, muchos e ellos nobles, tenían criados, recibían visitas e incluso disponían de una sala de billar. El pintor Jean Fragonard hizo un dibujo de un día de visita en 1785, en el que se pueden ver a damas elegantemente vestidas paseando por el patio con los prisioneros, quienes recibían raciones generosas de tabaco y alcohol y a los que se permitía tener mascotas. Jean François Marmontel, preso en la Bastilla de 1759 a 1760, escribió: “El vino no era excelente pero se podía beber. No hubo postre: era necesario que hubiera algún tipo de privación. En general, encuentro que se cena muy bien en prisión”. En 1789 la fortaleza carecía ya de importancia como prisión política y era custodiada por una guarnición de “invalides”, soldados incapacitados para el servicio regular.

Los propagandistas posteriores presentaron los sucesos que se desarrollaron a continuación como una lucha épica del pueblo contra un baluarte del despotismo, al mando de un gobernador traicionero, ciego servidor del rey, y defendido por un regimiento de suizos dispuestos a todo. En realidad, el gobernador, el marqués de Launay era un hombre inexperto y dubitativo. En términos militares, su posición era segura; aunque tenía sólo unos pocos soldados y alimentos para dos días, los sitiadores iban armados con simples fusiles y tenían escasa munición, y ni siquiera cuando los Guardias Franceses trajeron unos cañones podía esperarse que se derribara con ellos una fortaleza como la Bastilla. Pero el factor psicológico resultó decisivo. Sin instrucciones claras y desconcertado por el alboroto, el gobernador tan pronto parecía dispuesto a negociar como ordenaba tiroteos indiscriminados que no hacían más que exasperar a los asaltantes.

Los parlamentarios de los sitiadores exigieron la rendición de la Bastilla y la admisión de una unidad de la milicia en la fortaleza. Launay dijo que no podía hacer nada sin órdenes de Versalles. Las cosas quedaron estancadas hasta la 1.30 h del mediodía, cuando algunos hombres treparon al tejado de la tienda de un perfumista para cortar las cadenas que sujetaban el puente levadizo sobre el foso. El puente cayó con violencia y mató a uno de la multitud. La turba lo atravesó y entró en el patio; pronto la lucha se tornó encarnizada y mortal.

Unos desertores del ejército llegaron para ayudar a los sitiadores, y dos de los soldados, Jacob Elie y Pierre-Augustin Hulin, se encargaron de la tarea. Con gran riesgo de sus vidas, apartaron carros de heno ardientes que los defensores habían incendiado para levantar una cortina de humo. Apuntaron cañones pesados contra los portones y abrieron fuego. En el puente levadizo, 83 civiles murieron en la breve batalla y otros quince más tarde a consecuencia de sus heridas. Al caer la tarde y volverse contra ellos la suerte del combate, los hombres del gobernador Launay se desmoralizaron.

Se hizo pasar por la puerta principal una tira de papel en la que se amenazaba con volar el polvorín si los sitiadores no cejaban. Antes de que lo leyera nadie, ondeó un pañuelo blanco en una de las ocho torres de la Bastilla. A las cinco de la tarde enmudecieron los cañones de los sitiadores, se abrieron las puertas y la guarnición se rindió.

Al llegar a la Bastilla por la mañana, el pueblo quería tan sólo aprovisionarse de munición. Si el gobernador hubiera cedido entonces, la toma de la Bastilla habría pasado tan desapercibida ante la historia como el asalto al arsenal de los Inválidos que, en realidad, tuvo más importancia. Pero las largas horas de pugna al pie de los muros de la fortaleza cambiaron el carácter del episodio. De hecho, se convirtió en una especie de espectáculo para muchos curiosos que no participaron de ningún modo en la refriega. Un contemporáneo recordaba: “La verdad es que este gran combate no espantó en ningún momento a los numerosos espectadores que llegaron para ver su resultado (…). A mi lado estaba Mademoiselle Contat, de la Comédie Française. Nos quedamos hasta el final y la llevé del brazo hasta su carroza”. La rendición fue saludada como una gran victoria, y de inmediato el episodio cristalizó en la mente popular como una gran gesta, adornada con actos heroicos, hasta convertirse en el símbolo del triunfo de la Revolución y del inicio de una nueva era de libertad.

Otros tuvieron una visión distinta del suceso. Preferían recordar cómo acabó la jornada: la guarnición de la Bastilla fue tratada con brutalidad y su gobernador, Launay, fue masacrado mientras era conducido al Ayuntamiento. El alcalde, Flesselles, acusado de connivencia con la corte, también fue abatido por la turba. Las cabezas de ambos fueron paseadas por la ciudad clavadas en unas picas. La mano de uno de los guardias que abrieron la puerta fue seccionada y se exhibió luego por las calles empuñando todavía la llave. Se destruyó el mobiliario y los ficheros se arrojaron al viento. En cuanto a los prisioneros gloriosamente liberados, sólo había siete: dos falsificadores, el conde de Solanges (condenado por un delito sexual) y dos trastornados mentales, uno de los cuales era un inglés o irlandés llamado Major Whyte, con una barba por la cintura y que se creía Julio César.

En los días siguientes hubo otros casos de vindicta popular, al tiempo que los cortesanos más absolutistas, como el hermano del rey, el conde de Artois, marchaban al extranjero, iniciando el fenómeno de la “emigración”.

La insurrección de París y la caída de la Bastilla supusieron el comienzo de una insurrección general. Hasta entonces, los múltiples motines y enfrentamientos ocurridos desde 1787 no habían tenido mucha relación entre sí, pero a partir de ese momento la mayoría de las ciudades y pueblos de Francia comenzaron, con inusitada rapidez, a imitar a la capital. El temor a un complot aristocrático, que había estado latente desde el principio, se fue extendiendo, cargado de negros presagios. La Revolución había comenzado.

Y, como último apunte, si no se hubiera producido la revolución del 14 de julio de 1789, no hay duda de que la Bastilla también habría caído… por obra de los ingenieros y urbanistas del rey. En efecto, en la década de 1780 se elaboraron múltiples proyectos para derribar una fortaleza que representaba un estorbo para el desarrollo de París, cuyo mantenimiento era muy caro y que además resultaba fea. Ni siquiera como prisión era práctica. Sin embargo, una vez demolida, no se supo muy bien qué hacer en el espacio que quedó libre. Napoleón pensó erigir un enorme elefante de bronce que evocase sus conquistas orientales, pero el proyecto no se materializó. Al final, en 1831 se levantó una columna para celebrar la revolución, pero no la de 1789, sino la de 1830.

jueves, 23 de septiembre de 2010

1789- La toma de la Bastilla: el camino a la Revolución (1)


Cuando el 14 de julio de 1789 el pueblo de París asaltaba la vieja fortaleza de la Bastilla, Luis XVI, sorprendido y asustado, preguntó a uno de sus cortesanos: “¿Se trata de un tumulto?” “No, señor –le respondieron-; es una revolución”

De este modo, los últimos años del siglo XVIII, en el que se habían desarrollado las ideas de la Ilustración, se vieron sacudidos por el impacto de una gran conmoción social, una Revolución que transformó el orden tradicional del Antiguo Régimen y cuyo protagonismo principal correspondió al llamado Tercer Estado: burgueses, artesanos, campesinos y asalariados. Hace ya más de doscientos años de aquello y desde entonces no han cesado de publicarse los más variados estudios sobre la Revolución Francesa, que ha sido considerada como el viraje más decisivo en la historia moderna europea.

Para muchos franceses, la Revolución no fue una sorpresa. Algunos filósofos de la Ilustración la creían inevitable. Ya en 1764 Voltaire había escrito: “Todo cuanto contemplo arroja las semillas de una revolución que sobrevendrá indefectiblemente, y de la que no tendré el placer de ser testigo”

Sin embargo, el XVIII fue un siglo de expansión económica, de enriquecimiento de Europa en general, y de Francia en particular. ¿Por qué entonces terminó la centuria con una revolución y por qué ésta se produjo en Francia? Varias generaciones de historiadores se han hecho estas o parecidas preguntas y sus diferentes respuestas reflejan las diversas formas de entender el proceso histórico general y, sobre todo, la naturaleza de un fenómeno revolucionario que aún continúa suscitando polémicas. El estallido de 1789 estuvo jalonado por acontecimientos de gran repercusión universal: la Declaración de Derechos del Hombre; la instauración del régimen parlamentario, la República; la creación de los símbolos patrióticos franceses (la bandera tricolor y La Marsellesa), así como la propia aparición del concepto contemporáneo de nación o la incorporación a la ideología política de los conceptos de derecha e izquierda. Veamos cómo se desarrollaron los hechos.

A finales del siglo XVIII , Francia era un muchos aspectos, el país más avanzado de Europa. El movimiento de la Ilustración y las nuevas teorías de los filósofos y enciclopedistas franceses circulaban por todo el continente, y sus libros y periódicos se leían en todo el mundo. El crecimiento demográfico fue continuo a partir de la segunda mitad del siglo: la población aumentó de 19 a 25 millones en vísperas de la Revolución. Sin embargo, a pesar de que en 1789 existían unas 60 ciudades con más de 10.000 habitantes, el campesinado representaba todavía el 85% de la población francesa.

La actividad comercial y la producción artesanal habían experimentado un gran desarrollo. Francia exportaba a Inglaterra y a Bélgica materias primas (cereales, lana, ganado) a las regiones orientales del Mediterráneo y a las colonias americanas artículos manufacturados y productos alimenticios. También vendía en toda Europa sus excelentes vinos, así como artículos de lujo: encajes, porcelanas, objetos de bronce, muebles finos…

Sin embargo, el sistema de aduanas interiores (que correspondían a las antiguas divisiones territoriales del feudalismo) y las trabas que imponían los reglamentos de los gremios, obstaculizaban el desarrollo del comercio. En las grandes ciudades los artesanos ocupaban distintos barrios según sus oficios: sastres, curtidores, tintoreros, etc; estaban obligados a pagar fuertes contribuciones, que recaudaban una amplia red de funcionarios del gobierno real, y se regían por una estricta reglamentación gremial que obligaba a producir los artículos según modelos y cantidades establecidos, lo que dificultaba el abastecimiento de un mercado cuya demanda estaba en continuo crecimiento.

A pesar de estas dificultades, la gran expansión comercial del siglo XVIII favoreció el desarrollo económico de un amplio sector de la burguesía, el que estaba al frente de las finanzas, del comercio y de la industria, y que proporcionaba a la monarquía tanto sus técnicos administrativos como los recursos y empréstitos necesarios para la marcha del Estado.

En la agricultura también habían ido penetrando las relaciones mercantiles, y se había superado el viejo régimen de servidumbre que aún existía en Rusia o en la Europa oriental. En Francia, la mayor parte de la tierra pertenecía a la Iglesia, y también a la burguesía y a la Corona; pero muchos campesinos habían accedido a la propiedad, aunque la mayoría trabajaba la tierra en régimen de arrendamiento o se encontraba a jornal con el señor o con otro campesino. Pero a pesar de que el régimen de servidumbre personal se mantenía en Francia en muy pocos lugares, el sistema agrario y sus relaciones de dependencia económica seguían reflejando, en su conjunto, la importancia de las cargas feudales y de los tributos señoriales.

El campesino estaba obligado a entregar parte de la cosecha al propietario de la tierra (generalmente una cuarta parte) o a pagarle su valor en dinero, así como a satisfacer una serie de impuestos por las más variadas actividades: transportar los cereales a través de un puente; moler grano en el molino o cocer el pan en el horno del amo, etc. Además de estas cargas señoriales, existían otros impuestos, como el diezmo (equivalente a la décima parte de la cosecha) destinado a la Iglesia, y otros muchos a favor del rey: el impuesto de bienes (la talla), de ingresos (la vigésima) o el impuesto por cabeza (la capitación). Todas estas cargas o tributos agobiaban al campesino. Incluso los que habían comprado las tierras a bajo precio tenían que asumir como propietarios los correspondientes impuestos, que apenas podían pagar con los beneficios de sus tierras y menos aún cuando tenían que hacer frente a las adversidades de una mala cosecha.

Para el pueblo llano, y en particular para los campesinos y obreros, la expansión económica del siglo XVIII no fue muy apreciable. Los jornales no habían participado en absoluto de la prosperidad de las ganancias burguesas. Hasta 1780 los precios de los artículos de consumo se elevaron un 65%, mientras los jornales sólo aumentaron un 22%.

Por otro lado, la revalorización del suelo y de los precios agrícolas que se produjo a partir de 1750 habían beneficiado sobre todo a los grandes terratenientes, que vieron aumentar sus rentas, y a los grandes agricultores, que obtenían importantes ganancias con la venta de sus excedentes.

Al mismo tiempo, esta revalorización provocó un fenómeno de “reacción feudal”: los propietarios de tierras comenzaron a resucitar y a poner en vigor sus antiguos derechos señoriales y una serie de prestaciones de los campesinos caídas en desuso. Comenzaron a exigir, por ejemplo, una mayor rigidez en los contratos de arrendamiento, haciéndolos imposibles de satisfacer por los campesinos.

A este renacer del feudalismo sobre el régimen de propiedad de la tierra, se añadió la cada vez más poderosa presión de los nobles, que intentaban desplazar a la burguesía de los cuerpos de la administración del Estado. Así, en los diferentes grados de la jerarquía (cortes de justicia, intendentes, tenientes generales, obispados, etc.) se defendía el privilegio nobiliario frente e los “plebeyos”. Esta actitud de la aristocracia provocaba la hostilidad de los burgueses y campesinos y contribuyó, en buena medida, a la gestación de un clima prerrevolucionario.

En definitiva, la Francia del Antiguo Régimen, a pesar de la prosperidad económica del siglo XVIII y del desarrollo experimentado por la burguesía francesa (y europea en general), seguía siendo una sociedad rígidamente estructurada en órdenes, donde aún predominaban las relaciones feudales. Las órdenes o estamentos privilegiados (el clero y la nobleza), además de no pagar impuestos directos, ocupaban también los empleos públicos más distinguidos y los más altos cargos de la jerarquía eclesiástica y del ejército.

Al tercer estado, o estado llano, pertenecían todos aquellos que no eran ni nobles ni eclesiásticos, es decir, la mayoría de la población de Francia. Jurídicamente carecían de derechos políticos y estaban sujetos al pago de impuestos. Desde el punto de vista social, pertenecían a este estamento los elementos más activos de la economía: grandes comerciantes, burgueses importantes, empresarios de manufacturas, así como los sectores ilustrados y profesionales. También pertenecían a él los artesanos (agrupados en cofradías, gremios y corporaciones) y el campesinado.

El fuerte impulso experimentado por la economía francesa en el siglo XVIII comenzó a manifestar ciertos síntomas de agotamiento en la década de 1780. La pérdida de casi todas sus colonias americanas después de la guerra de los Siete Años (1756-1765) ya había afectado seriamente al comercio y la situación se agravó más tarde con la intervención francesa en la guerra de Independencia de las colonias británicas en América del Norte (1777-1783), que produjo considerables gastos y obligó a recurrir a elevados préstamos.


Por otro lado, el tratado de comercio con Inglaterra firmado en 1786, beneficioso para vinateros y comerciantes, pero que perjudicaba los intereses industriales, contribuyó en buena medida a que la industria experimentara dificultades. En la década de 1780 los países más avanzados de Europa intentaron una primera experiencia de comercio libre; se firmaron por entonces varios tratados comerciales y de navegación entre Francia y los jóvenes Estados Unidos, Inglaterra y varios países bálticos, con el fin de ampliar los intercambios y reducir las barreras aduaneras que obstaculizaban las relaciones económicas internacionales. De este modo, el citado acuerdo de 1786 facilitaba la venta de vino y productos de lujo a Inglaterra, pero al mismo tiempo reducía los derechos aduaneros que habían de pagar las mercancías británicas; como consecuencia de ello, un torrente de artículos ingleses, especialmente textiles, inundó el mercado francés, provocando la alarma y el desconcierto de comerciantes y manufactureros.

Sin embargo, el problema más grave seguía siendo el abastecimiento de una población que había crecido a mayor velocidad que la producción de cereales. Francia vivía obsesionada por la escasez, por el recuerdo de las “revueltas de hambre” que se habían producido a lo largo del siglo XVIII y el temor a su repetición. Este problema, unido al encarecimiento continuo de los productos alimenticios, explica el descontento y agitación existentes entre los campesinos y los sectores urbanos, cuya subsistencia dependía de la producción agrícola.

El año anterior a la Revolución, en el verano de 1788, la cosecha fue mala, y el invierno resultó inusitadamente riguroso. La catástrofe agrícola cerró el mercado rural y en las ciudades, donde ya existía una abundante mano de obra, el paro se multiplicó y los salarios descendieron. En varias provincias estallaron insurrecciones de campesinos, que asaltaban los graneros de los señores, se repartían el trigo y exigían a los comerciantes que vendieran el grano a un precio razonable o, como decían, a un precio honrado.

Los economistas burgueses venían proponiendo como único remedio para resolver estas situaciones la liberalización del comercio de los cereales (beneficiosa sobre todo para los propietarios y comerciantes), pero el pueblo, por su parte, seguía reclamando la tradicional reglamentación y en los períodos de escasez exigía incluso las requisas de grano y el establecimiento de precios fijos que fueran asequibles.

Todos estos factores se sumaron para provocar una situación desesperada en las finanzas del Estado. Los gastos que exigían el ejército, la corte, la política exterior, las obras públicas, etc, eran muy superiores a los ingresos que se obtenían por medio de los impuestos. Por otro lado, como los intereses que generaban las deudas contraídas por el Estado se abonaban con retraso, los banqueros se negaban a otorgar nuevos préstamos. De este modo, la deuda francesa, considerablemente incrementada por la guerra de Independencia americana y por el despilfarro ostentoso de la corte, no podía cancelarse, debido a que el presupuesto nacional no lograba el equilibrio. Esta mala situación de las finanzas francesas no se debía a la pobreza nacional, sino a que los estamentos privilegiados, especialmente la nobleza, no pagaban impuestos.

La Iglesia, por su parte, consideraba que sus bienes no podían ser gravados con impuestos del Estado, al que ya contribuía por medio de su periódica y “libre donación” a las arcas del rey; pero, con ser importante, esta aportación era muy inferior a lo que podría obtenerse mediante un impuesto directo sobre las tierras que poseía la Iglesia francesa.

En definitiva, el problema residía en que las clases que se beneficiaban de casi toda la riqueza del país no pagaban unos impuestos acordes con sus ingresos y, lo que era más grave, se resistían a ello por considerarlo propio de las clases inferiores, es decir, del Tercer Estado exclusivamente. Esta situación, en realidad, se venía arrastrando desde mucho antes, podría decirse que desde la época en que el cardenal Richelieu era consejero de Luis XIII.

Esta resistencia obligó al gobierno real a buscar una salida para la situación. Ya al comienzo del reinado de Luis XIV, el economista Turgot, interventor general de finanzas, había propuesto suprimir el privilegio de no pagar impuestos del que gozaban los nobles y el clero. Pero la mayor parte de sus reformas fueron suprimidas, y la misma suerte corrió el programa económico de Necker, su sucesor.

En 1783, Charles Alexandre de Calonne, un excelente y experimentado administrador, fue nombrado ministro de Hacienda para que acometiese la solución del problema, cuando ya no quedaba otra salida que transformar radicalmente la Hacienda Pública y su política fiscal, o bien declararse en bancarrota y no pagar las deudas contraídas, lo cual significaba no volver a obtener nuevos empréstitos.

Calonne propuso establecer una “subvención territorial”, impuesto que habrían de pagar todos los terratenientes sin excepción; también planteó la supresión de aduanas interiores y de varios impuestos de consumo, así como la liberalización del comercio de grano, la confiscación de algunas propiedades de la Iglesia y, por último, el establecimiento de Asambleas Provinciales con representación de los tres estamentos.

Calonne era consciente del alcance político de su proyecto y las dificultades que se plantearían para su aceptación por los organismos jurídicos, que estaban controlados por los sectores aristocráticos: los parlamentos, estados provinciales y la asamblea del clero. Ni Luis XVI ni sus ministros se atrevían a imponer tales medidas por decreto y consideraron más prudente reunir una Asamblea de Notables, designados por el rey, para conseguir su aceptación del proyecto. Pero la Asamblea resultó menos dócil de lo que se esperaba: los notables se opusieron frontalmente a las medidas de Calonne y la opinión general reaccionó con estupor ante la magnitud de la crisis financiera y la resistencia de la nobleza a ponerle remedio. El conflicto terminó con la destitución de Calonne. Le sustituyó el arzobispo de Toulouse, Loménie de Brienne, protegido de la reina Maria Antonieta y enemigo de Calonne.

Brienne obtuvo de los nobles un empréstito que permitió evitar de momento la bancarrota. Pero, a cambio, los nobles exigieron la convocatoria de los Estados Generales (equivalente francés de las Cortes Españolas), mediante los cuales podían controlar a la monarquía. Estos acontecimientos tuvieron repercusión en algunas provincias, donde la nobleza pidió el restablecimiento de sus propios Estados Provinciales; en la región del Delfinado los nobles decidieron restablecerlos por su cuenta.

Ante la rebeldía de la nobleza, Brienne presentó su dimisión y el rey volvió a llamar a Necker, cuya primera medida fue aplazar la reforma, establecer los parlamentos y convocar los Estados Generales para el 1 de mayo de 1789.

Algunos historiadores han calificado de “revolución aristocrática” este período de 1787 a 1789. Y, en efecto, durante estos años de crisis y enfrentamiento con los parlamentos, el protagonismo corrió a cargo de los magistrados y la nobleza, que defendían los derechos parlamentarios frente al absolutismo. Pero, en la práctica, el restablecimiento de los Estados Generales suponía volver a 1614, a una asamblea de carácter feudal, donde se seguía manteniendo la vieja fórmula de “el voto por orden”: cada orden o estamento disponía de un solo voto, por lo que el número de diputados que correspondiera a cada uno de ellos carecía de importancia, ya que la votación final siempre sumaba dos votos (correspondientes a los estamentos superiores) frente a uno (del Tercer Estado). A pesar de todo, la convocatoria de los Estados Generales significaba en aquel momento que la monarquía dejaba de ser absoluta. Era un paso importante, casi una revolución, pero la intervención de la burguesía y la defensa de sus intereses por parte del Tercer Estado hicieron cambiar su sentido inicial. (Continuará...)