Los antecedentes se remontan a principios de siglo, cuando un puñado de comerciantes judíos comenzó a interesarse por un nuevo negocio que los empresarios establecidos habían rechazado por irrelevante: los penny arcades, salones donde, a cambio de unos peniques, el público podía ver breves películas mudas en máquinas de proyección individuales. El invento se hizo enormemente popular entre las masas de trabajadores llegados de Europa, a los que proporcionaba un entretenimiento barato que no requería el conocimiento del inglés.
Adolph Zukor, emigrante húngaro, abandonó su próspero negocio de pieles cuando descubrió que el penny arcade de la calle 125 de Nueva York, en el que había invertido dinero junto con varios socios, estaba obteniendo unos ingresos de entre 500 y 700 dólares diarios, con unos beneficios a finales de año que rondaban los 100.000 dólares limpios… en 1903. A partir de ahí, Zukor comenzó una política de expansión, primero por barrios, luego por ciudades, que le llevaría a fundar la Paramount Pictures. Otros empresarios –Carl Laemmle (Universal Pictures), Harry Cohn (Columbia Pictures), Jack y Harry Warner (Warner Brothers)- siguieron un camino similar.
La evolución fue vertiginosa: de las películas breves, de apenas un minuto de duración, se pasó a los cortos, con argumento, principio y final; con los cortos llegaron los directores, guionistas y, desde luego, los actores; con los actores apareció el star system, y con las estrellas, los largometrajes.
A finales de los años 20, con todas las piezas del conglomerado cinematográfico en su sitio, se produjo el paso del cine mudo al sonoro, lo que exigió una enorme inversión para adaptar a la nueva técnica no sólo los equipos de rodaje sino también los cines. Pero el dinero no era problema. Aún faltaba mucho para la llegada de la televisión, por lo que los empresarios cinematográficos prosperaban sin competencia. Ni siquiera el crack económico de 1929, que sumió a Estados Unidos en la miseria, detuvo la fábrica de sueños. Tras un breve bajón a principios de los 30, en 1937 las películas se llevaban el 75% del dinero que los americanos se gastaban en ocio.
La falta de competencia no era la única causa de la prosperidad de los magnates. Por un lado, controlaban todo el proceso: los estudios eran suyos, como también las compañías distribuidoras y las salas de exhibición –en los cines Warner sólo se exhibían películas Warner; en los cines Universal, sólo películas Universal-. Y, por otro, tenían bajo contrato tanto a estrellas, directores y guionistas, como a carpinteros y acomodadores. Y todo ello sin sindicatos. De hecho, la creación en 1927 de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, cuna de los famosos Oscar, no fue en realidad sino una operación del todopoderoso empresario Louis B.Mayer para crear una organización –obviamente controlada por él- que hiciera inútiles los sindicatos.
Los empleados de nivel superior, como los escritores y guionistas, aunque igualmente sometidos, al menos gozaban de unos salarios lo bastante elevados como para abandonar sus anteriores carreras y establecerse en Hollywood. Sin llegar al nivel de los directores y estrellas, el suelo de los guionistas más reputados no estaba nada mal: el escritor Heinrich Mann, por ejemplo, conocido por su novela “El ángel azul”, cobraba 125 dólares semanales en Warner Brothers.
Y luego, claro, estaban las estrellas. Pero ser una estrella en aquellos tiempos era muy distinto de lo que es hoy. El viejo tópico de que los estudios “creaban” a las estrellas debe tomarse al pie de la letra. A la hora de elegir, sin embargo, no eran infalibles: Harry Cohn, jefe de la Columbia, se negó a hacer una prueba a una jovencísima Marilyn Monroe argumentando que sólo era una aspirante, una starlet como tantas otras; Irving Thalberg, vicepresidente de la MGM, consideró totalmente incapacitado para el cine a Clark Gable, convencido de que nadie querría pagar dinero por ver a un individuo con “esas orejas como asas de botijo”.
Las características requeridas para ser estrella variaban según el estudio: por ejemplo, la Metro Goldwyn Mayer buscaba especimenes atractivos que se movieran a gusto en el mundo de lujo que reflejaban sus películas: Joan Crawford, Lana Turner, Judy Garland, Norma Shearer, Jean Harlow, Myrna Loy, Clark Gable… Por el contrario, Warner Brothers prefería actores alejados de los cánones de belleza convencionales, aunque sobrados de magnetismo: James Cagney, Humphrey Bogart, Edward G.Robinson, Bette Davis…
Columbia contaba en el director Frank Capra con su mayor baza para retratar los males de América. No es de extrañar que una de las mayores estrellas del estudio fuera el “americano medio”, James Stewart. Por su parte, las pretensiones clasistas de Paramount le llevaron a buscar un buen número de actores y directores en Europa, como Maurice Chevalier, Josef Von Sternberg, Marlene Dietrich y el director Ernst Lubitsch. Universal, por su lado, rechazaba el star system –al menos en aquella época- y se concentraba en dos géneros populares, efectivos y baratos: el western y el terror.
Una vez dentro del grupo de los elegidos, el aspirante a estrella, atado al estudio por un contrato de larga duración –lo habitual eran siete años- podía pasar buena parte de ese tiempo sin actuar en absoluto. Mientras tanto, era requerido para recibir clases de dicción, arte dramático, canto y baile, al tiempo que los publicistas del estudio preparaban su biografía oficial, con frecuencia más fantástica que un guión de película de aventuras.
Por su parte, los directores –muchos de los cuales eran también guionistas o participaban en la redacción del guión- gozaban de mayor libertad creativa y sus contratos no eran tan duros. Pero el montaje definitivo de las películas seguía en manos de los magnates del estudio. Además, un director cobraba bastante menos que una estrella: después de que “Rebeca” ganara el Oscar a la mejor película en 1940, su director, Alfred Hitchcock, percibía algo más de 2.500 dólares por semana, frente a los 15.000 que solían cobrar algunos de los actores que dirigía.
Vista en perspectiva, la época dorada de Hollywood podía considerarse como un sistema cerrado, ajeno a interferencias externas, y por lo tanto, destinado a durar eternamente. Pero los sistemas cerrados no funcionan así. Al final, llega la catástrofe.
Una de las primeras grietas en el sistema la abrieron ciertas estrellas que tuvieron el suficiente valor como para establecerse como independientes cuando vencían sus contratos. En los años treinta, los actores que trabajaban así –Cary Grant, por ejemplo- eran una excepción; pero, a lo largo de los años cincuenta, se convirtió en la norma. Actores y actrices se dieron cuenta de que tenían todas las cartas en la mano: a fin de cuentas, el público pagaba por verles a ellos, no a los magnates que les empleaban. En 1947, había 742 actores bajo contrato; en 1956, quedaban sólo 229.
Pero eso no fue lo peor. A finales de los años 30, el Fiscal General, bajo la presidencia de Roosevelt, comenzó a ejercer presión sobre los estudios para que vendieran sus cadenas de salas de exhibición, alegando una violación de las leyes antimonopolio. Fue necesaria una década de batallas legales, pero en mayo de 1948, la Corte Suprema obligó finalmente a los estudios a deshacerse de sus cines, de los cuales procedía casi la mitad de sus beneficios.
Como las desgracias nunca vienen solas, ese mismo año fue el boom de la televisión. Los cines comenzaron a vaciarse. El odio al nuevo medio de entretenimiento de masas era tal, que durante años, la Warner Brothers prohibió que en los decorados de sus películas apareciese ningún televisor. El contraataque de los estudios fue unánime: proporcionar lo que la televisión no podía, es decir, gran espectáculo. Frente a la pequeña pantalla en blanco y negro, se ofrecieron nuevos sistemas de color, pantallas gigantes –Cinemascope, Todd-AO, Technicolor… - y superproducciones que dejaban en pañales cualquier programa televisivo.
Se salió de los estudios y se comenzó a rodar intensamente en exteriores. “Mogambo”, “Los Diez Mandamientos”, “Ben-Hur” y varias docenas de filmes más son fruto de esta tendencia, frenada momentáneamente en 1963, cuando “Cleopatra” se convirtió en la película más cara de la historia y su fracaso estuvo a punto de hundir a la 20th Century Fox.
Pero los cambios ya habían comenzado antes. Los años 50 fueron el principio del fin, que se fue acercando a medida que los viejos magnates se jubilaban o morían, y los estudios caían en poder de ejecutivos más preocupados por el beneficio que por la calidad de sus productos. Simultáneamente, las estrellas eran cada vez más conscientes de su poder, y lo utilizaron hasta ser ellas quienes controlaban la industria. Por lo menos, aquel grupo de megalómanos dejó como legado un elevado número de excelentes películas antes de que, en palabras de un cronista de Hollywood, “los locos se hicieran cargo del manicomio”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario